
Nosotros somos el coronavirus
Debemos aprender a vivir en una realidad que puede volverse viral
MICHAEL MARDER
Jueves, 12 de marzo 2020, 07:23
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MICHAEL MARDER
Jueves, 12 de marzo 2020, 07:23
Mucho antes del actual brote del coronavirus ya se estaba afianzando en todo el mundo una tendencia a construir muros y reforzar las fronteras nacionales & ... ndashentre EE UU y México, entre Israel y Palestina...&ndash. El resurgimiento del nacionalismo, que agudiza esta tendencia, se nutre del miedo a los emigrantes y al contagio social, alimentando un ideal inviable de pureza en el interior de un sistema de gobierno amurallado.
Los cierres de fronteras, la reducción de los desplazamientos y las cuarentenas que se imponen ahora en respuesta a los virus son en principio medidas sanitarias pero también son simbólicas, pues resuenan con la misma lógica básica que la construcción de muros físicos por razones políticas. Lo que se pretende con esas acciones es tranquilizar a los ciudadanos y darles una falsa sensación de seguridad. Al mismo tiempo, se ignora el problema principal: la mala situación en la que se encuentran la gobernanza y la toma de decisiones transnacionales, que son de vital importancia para hacer frente a crisis como la climática y la de los migrantes, a las pandemias y a delitos económicos como la evasión fiscal.
A medida que el pánico se va instalando en algunos sectores, el cierre de la frontera personal imita el gesto de las políticas más viscerales y primarias: se acaparan alimentos y suministros médicos, mientras que los más ricos preparan sus lujosos búnkeres del día del juicio final. Pero lo que el nuevo coronavirus está demostrando es que las fronteras son porosas por definición; por muy fortificadas que estén, resultan ser más parecidas a membranas vivas que a muros inorgánicos. Un individuo o un Estado que efectivamente consiguiese aislarse del exterior estaría ya como muerto.
Los virus son algo más que amenazas que irrumpen ocasionalmente en un horizonte global presuntamente tranquilo; son también figuraciones del mundo social y político contemporáneo. En caso de que así fuera, estaríamos ante un símbolo más sutil que el de la pared: el de la corona.
El SARS-CoV-2 que provoca Covid-19 pertenece a un grupo de virus ARN que se transmiten entre animales y personas. Atendiendo a esta característica podemos decir que no obedece a los sistemas de clasificación ni respeta la separación entre las especies. Las puntas que quiebran la superficie esférica del virus motivan que se le asigne el nombre de 'coronavirus'. Así, se le estaría otorgando la corona, que es el atributo por excelencia de la soberanía, a una entidad microscópica que desafía las distinciones entre diversas clases de seres, así como entre los dominios de la vida y la muerte. El virus se convierte así, transgrediendo viejas fronteras, en figura de la soberanía en la era de la dispersión del poder. Entender su funcionamiento nos permite vislumbrar la forma en que opera el poder.
Una de las características de la actividad viral consiste en que se infiltra y transcribe los textos de las células huésped y de los programas de ordenador. Otra es su capacidad de replicarse a sí mismo lo más ampliamente posible. En el universo de los medios sociales, ambas características resultan sumamente codiciadas. No basta para ello con una alta tasa de replicación del contenido viral, ya que es necesario que tenga impacto, transcribiendo, por así decirlo, el texto social en el que se ha infiltrado. El objetivo es autoafirmar, a través de una imagen o historia ampliamente difundida, la influencia que uno tiene y ejercer ese poder. El hecho de ser viral introduce un cierto grado de complejidad en nuestra relación afectiva con los virus: temidos, cuando nos convertimos en sus objetivos y posibles anfitriones; deseados, cuando son nuestros instrumentos para llegar a una audiencia muy numerosa.
La comparación entre el hecho de volverse viral en internet y la extensión de una pandemia de coronavirus no es descabellada. La dimensión mundial de las recientes epidemias es el resultado de la creciente movilidad e interconexión física de grandes segmentos de la población que participan en el turismo de masas, en intercambios educativos y profesionales, etcétera. El virus viajó más allá del punto en que tuvo su brote inicial por medio de personas que se enviaban a sí mismas, no solo su imagen o un mensaje, a otro lugar. Nos guste o no, todos somos anfitriones, en diversos niveles de la existencia, de elementos que nos resultan extraños. Además, siempre existe el riesgo de que los anfitriones sean dañados por sus huéspedes. No es posible eliminar este riesgo. En vez de invocar a los espectros de los Estados-nación soberanos y de los individuos autónomos, necesitamos aprender a vivir en un mundo que está interconectado no sólo etérea o idealmente, a través de las tecnologías de la comunicación, sino también materialmente, a través de un contacto directo en cuerpo y alma. En resumen, debemos aprender a vivir en una realidad que, en cualquier momento, puede volverse viral.
(TRADUCCIÓN DE LUIS GARAGALZA. ESTE ARTÍCULO SE PUBLICÓ EN 'THE NEW YORK TIMES' EL 3-3-2020)
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