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No estamos ante una crisis institucional, pero sí ante una situación conflictiva que afecta a una de las piezas fundamentales del régimen surgido con la Constitución de 1978: la Corona. Para resolverla existe una solución inmediata, su abolición; una alternativa cuya formulación resultaría irrelevante si ... no fuese reivindicada, y a bombo y platillo, por un partido que forma parte de nuestro Gobierno. Con ello nos asomamos de entrada a un callejón sin salida, porque se supone que el primer deber de un Gobierno consiste en garantizar el cumplimiento de la ley fundamental, y en este caso su máximo responsable, Pedro Sánchez, se ve obligado a hacer ejercicios de malabarismo político para no provocar una crisis ahora indeseable, soportando y templando en lo posible las arremetidas contra el Rey de su socio y copartícipe del poder.
Tampoco existiría problema alguno de no haber incurrido el anterior titular de la Corona, hoy rey honorífico –no emérito–, en supuestos comportamientos que contradicen el rigor y la ejemplaridad que en cambio orientaron sus acciones en la Transición y frente al golpe militar del 23-F. Desde el punto de vista del juicio histórico, por usar el término de Ortega, la copresencia de ambas fases en una sola biografía resulta conciliable; lo es menos desde los puntos de vista jurídico y político.
Ambas dimensiones no son coincidentes, aun cuando la primera –la valoración jurídico-constitucional de los hechos– suponga la premisa para abordar la segunda: los efectos sobre la institución monárquica en su imagen pública. Un aspecto que no concierne a Felipe VI y que está ahí, en detrimento del prestigio de la Corona y de su titular por la indeterminación subsistente en sus relaciones con el predecesor. Acaba de comprobarse con la aparición de otro problema que nunca debió existir al bastar una información mínima sobre el destino del rey honorífico tras su anunciada salida de España. La acusación de «huida» era absurda, pero sí cabe la perplejidad ante el prolongado secreto, ya que Juan Carlos I no es un particular, sino una persona inscrita jurídicamente en el marco de la Familia Real. A pesar de la denominación oficial, tanto él como Felipe VI no reinan sobre una entidad llamada España, sino sobre un conjunto de ciudadanos que tienen derecho a la información. Son reyes de los españoles.
La cuestión de la eventual responsabilidad de un Rey en nuestro país es resuelta atendiendo a la Ley Fundamental de 1978, cuyo antecedente es la Constitución francesa de 1791. Al insistir en la divisoria de la abdicación –antes el Rey es inviolable, no así tras dar ese paso–, recordamos implícitamente la formulación de aquella en su segundo capítulo. El artículo 56.3 de la Constitución de 1978 afirma la inviolabilidad y no responsabilidad de la «persona del Rey», si bien de inmediato, y en el 64, añade que todos sus actos deben ser refrendados por la firma del jefe de Gobierno o de un ministro. Y no parece que ministro alguno avalase un conocido y millonario regalo. Por el artículo 65.2, la única acción libre del Rey consiste en nombrar los miembros de su Casa Real. Luego cabe pensar, desde el vacío creado por los constituyentes, que acciones contrarias a derecho del Rey, no refrendadas, serían imposibles. ¿Qué hacer si existen?
La alusión a «la persona del rey» y al refrendo ministerial de sus actos intenta salvar la distancia entre un residuo de la concepción del Antiguo Régimen –el Rey como cima del privilegio– y la nueva que apunta en el 91 francés y se afirma antes de la Constitución de Cádiz de 1812: el Rey recibe su poder de la Constitución y es «el primer magistrado de la nación».
La aplicación de la doctrina clásica de los dos cuerpos del Rey, el físico y el institucional, dejaría resuelto el problema con claridad. No es nuestro caso, pero en cualquier forma proporciona una base interpretativa para cubrir el vacío citado borrando los residuos del privilegio.
En apariencia, ello sería perjudicial para la Monarquía. No es así de dar prioridad a la institución. Nada perjudicaría más a la Corona y al actual Rey que una acumulación de hechos probados de su predecesor, en jurisdicciones extranjeras, que obtuvieran aquí la impunidad gracias a la abdicación. Las campañas en curso de los adversarios de la Corona y de la Constitución, con el independentismo y Podemos al frente, encontrarían un eco exponencialmente más alto.
Conviene, pues, el máximo respeto a la normalidad en los procedimientos, en normas y usos. El tema del viaje a lo desconocido debiera haber sido resuelto así, al no tratarse de un particular sino de un miembro de la Familia Real. Juan Carlos I impuso el silencio por orgullo personal, pero el coste es muy alto cuando el desgaste de su imagen –y la elección de Emiratos Árabes como destino, aunque sea provisional, no ayuda– es tal que propicia condenas como la del PNV. Un desgaste también para la Corona.
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