En plena fiebre maoísta, el año 1970, un grupo de adeptos europeos fue invitado a conocer de primera mano cómo se estaba forjando 'el hombre nuevo' chino. Al cabo de varias semanas de visitas a escuelas, fábricas y otras modélicas realizaciones de la revolución, entreveradas ... con charlas doctrinales, se produjo un incidente que hizo bascular aquel viaje. En la ciudad de Wuhan les denunciaron por arrojar caramelos a los niños desde la ventana del hotel, igual que hacían los imperialistas durante la dominación colonial para burlarse de la miseria y sumisión de los infantes chinos. Se les conminó a señalar al o a los culpables a fin de apaciguar la justa cólera de las masas ofendidas.

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Entre asustados e indignados, todos negaron su responsabilidad por tan vergonzante afrenta, dejando en el aire la sospecha de si habría un saboteador infiltrado. Cundió la desconfianza entre los hasta entonces entusiastas camaradas. «Para ayudaros a resolver el problema os aconsejo estudiar algunas citas del presidente Mao», dijo el guía nativo mientras repartía textos del Gran Timonel. Todas las citas versaban sobre un mismo tema: la contradicción como motor del pensamiento y de la historia.

Annette Wieviorka, hoy notable historiadora que formaba parte de la expedición, en sus recientes 'memorias chinas' asocia el kafkiano episodio con la revelación de la lógica de aquel poder. Desconcertante 'dialéctica' que consideraba el principio de no contradicción como trasnochada y pequeñoburguesa regla formalista: desde el punto de vista de la justicia revolucionaria uno podía ser culpable e inocente a la vez. De modo que, aunque ninguno tuviera motivo para la contrición, cada uno de aquellos oriundos del capitalismo podía sentirse culpable y, de hecho, debían pedir perdón a las masas indignadas... por algo que no había ocurrido.

A esa luz puede entenderse la China de Xi Jinping y del partido que ahora celebra su XX Congreso: rabiosamente antioccidentales pero guardianes de una ideología tan occidental como la marxista-leninista; líderes del comercio internacional pero política y culturalmente encerrados; que pretende favorecer la creatividad bajo un régimen de censura y limitación de la autonomía personal; y ganar la carrera tecnológica atando corto a los emprendedores. Sin apearse de su vieja táctica diplomática que es el pasmo de las cancillerías: ante cualquier dilema, pensar una cosa, decir la contraria y finalmente obrar en completa oposición tanto a lo que se pensó como a lo que se dijo.

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