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Pablo Iglesias habló ya hace tiempo de que su modo de hacer política consistía en «disputar la democracia», lo cual implica una concepción finalista, es decir, servirse de todos los procedimientos necesarios para alcanzar el poder, sin que valgan razones carentes de fuerza, ni normas ... que a su juicio son siempre «voluntad política de los vencedores». Es un maquiavelismo a ras de suelo, justificado porque la democracia, cuya misión es arrebatar ese poder a «quienes lo acaparan» tiene por objeto último «repartirlo (sic) entre el pueblo que es el llamado a ejercerlo por si mismo o por sus delegados». Y está claro que en el marco de Podemos, ese mando político le corresponde únicamente a Pablo Iglesias, por ser su líder natural y electo.
De acuerdo con estos principios, el movimiento debe desarrollar una acción incesante de lucha contra los enemigos externos e interiores. Frente a los primeros, cabe recordar su evocación de la guillotina como clave de la instauración de la democracia. Esto significa que la eliminación del adversario, según pudo verse en la historia de la cal con el PSOE, es un objetivo imprescindible de la acción política. De ahí la necesidad de recurrir una y otra vez a la descalificación como argumento político -la razón por si misma nada vale- tanto frente a «los trillizos», PP, Cs y Vox, como de modo más taimado contra aquellos que siendo transitoriamente aliados, no dejan de ser por eso enemigos. Las referencias a Manuela Carmena que «ya no es lo que era», o a Íñigo Errejón, cuya conducta define como inaceptable «pero que no es un traidor», son los más recientes ejemplos de ese uso del lenguaje. No es algo nuevo, perteneciendo a la tradición comunista clásica, de acuerdo con el criterio de que el aliado sigue siendo el otro, a captar finalmente si nos sigue o a destruir a medio plazo si intenta actuar por libre.
La táctica empleada contra Errejón se ha atenido a tales pautas desde la II Asamblea de Podemos, a pesar de la aceptación explícita que hiciera el rival de sus resultados, conformándose con la candidatura a la Comunidad de Madrid. Las cosas no podían quedar así, ya que de un lado Iglesias nunca perdona a sus oponentes, a no ser que como Echenique den un giro copernicano y se conviertan en su leal transmisor, y sobre todo porque desde el momento en que hubo que hacer política, ante las posibilidades abiertas por las elecciones de 2015, quedaron de manifiesto las diferencias entre las concepciones y estrategias de ambos. Para Iglesias no había duda: mejor que siguiera el PP en el Gobierno a que cesara su propio avance. El largo plazo dominaba sobre las necesidades inmediatas y los intereses del país. Era claro que el feroz ataque al PSOE con la cal ya no gustó a Errejón, partidario de una política de avance evolutivo, agregando fuerzas para una afirmación de la hegemonía social mediante alianzas transversales. Eran Laclau y Gramsci frente a un leninismo de piñón fijo, como decíamos en tiempos.
Bajo la superficie, el conflicto se gestó en el marco de la Comunidad de Madrid, donde Iglesias tenía que contar con un personaje como Carmena, poco dispuesta a ser instrumentalizada. La maniobra de colocar a Julio Rodríguez como segundo y sucesor mostró las uñas que escondía el guante de nuestro hombre y sus bien regladas primarias, creando un obstáculo insalvable. Para nada contaba en la mente de Iglesias la experiencia de Ahora Madrid y Errejón tuvo ante sí un dilema de fácil resolución: someterse al acompañamiento de los designados por Podemos o unirse a la política reformadora de la alcaldía. El enfrentamiento era inevitable.
Primero Iglesias se atuvo a su regla de siempre: aplastar al disidente. Lo habían ido sufriendo destacados socios fundadores, como Carolina Bescansa. Solo que en este caso tropezó con la negativa de un fiel, Ramón Espinar, a sacrificarse por el Jefe sin posibilidades de éxito. Entre tanto, la implantación de Podemos en comunidades y ayuntamientos había creado impulsos e intereses propios, poco compatibles para algunos con el simple ordeno y mando desde el vértice. De ahí la necesidad de convocar con urgencia al Consejo Ciudadano, aunque sin aceptar el campo abierto ni el debate limpio de las ideas. Las razones por sí mismas, ya lo dijo, no sirven, según explicó citando al inevitable Juego de Tronos. Lo suyo es combinar el ajedrez con lucha tailandesa. Así, sin expulsión previa, se considera a Errejón fuera ya del partido y se le «aconseja» no asistir.
En cuanto a su propia actuación, Iglesias se ha refugiado en la esperpéntica covada, esto es, en la versión política del cese de actividades para el hombre sustituyendo a la mujer tras el parto. Empezó a utilizarla esquivando así las conmociones políticas de la cuestión catalana y del juicio contra los nueve. Ahora le viene de perlas. La atención a los niños le impide acudir al crucial Consejo Ciudadano, dejando sobre la mesa las diez observaciones que Irene Montero y su mayoría defenderán sin desgaste suyo. Formalmente, se trata de un repliegue hacia el llamamiento a la unión contra la derecha frente a la agresividad anterior, pero sin dejar de servirse de la daga florentina que hiciera famosa Silvela en la Restauración. Errejón y Carmena han sido perversos al constituir «un nuevo partido», pero Iglesias en su generosidad no rompe con ellos, en cuyo campo queda la pelota.
Por fin, última jugada mareando la perdiz a favor de la coartada del permiso paterno, a fin de conseguir estar presente, después de negar la asistencia, y así clausurar las intervenciones sin tener delante a Errejón. Los niños debían ya estar dormidos e Iglesias pudo realizar ese esfuerzo, con el doble fin de garantizar el prietas las filas, sin mantener formalmente un rechazo costoso políticamente, incluso de cara a los suyos. Seguirá en sus trece de formar candidatura propia, con los pequeños satélites en torno a Podemos, manteniendo la puerta a una confluencia de muy difícil consecución con Ahora Madrid. El juego sigue abierto.
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