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Mudarse. Volver a empezar en otro sitio. Despedirse de lo bueno conocido y de lo malo también. No es difícil, tampoco hemos vivido tantos años ... en este pequeño pueblo de la sierra de Gredos. Además, cuando están claros los motivos y el siguiente paso es a mejor, la despedida se hace más llevadera: la ilusión está en lo por venir. Cinco años en este paraje bello e inhóspito a partes iguales, rodeados de muy poquitas personas, algunas buenas y otras no tanto. No me gustan nada las despedidas, me remueven demasiado y se me hacen eternas, pero con cierta gente no puedo hacer mutis por el foro como sería mi deseo.
La mañana en la que cargamos el camión de mudanza subimos a la plaza a decir adiós a dos de las personas que más apreciamos en el pueblo; por mucho que me cueste despedirme, no entenderían que nos fuéramos sin avisar. No quiero que el último gesto mío que recuerden sea uno tan desabrido. Es curioso, en todos estos años no hemos pasado del umbral de su casa, me doy cuenta de ello cuando nos dice que subamos al piso de arriba porque a su marido le cuesta bajar las escaleras. Nos ofrecen un café que no aceptamos porque vamos contrarreloj, todavía nos queda mucho por hacer y seis horas de coche hasta la nueva casa. Aun así, nos quedamos un ratito. Me conmueve mucho despedirme de F., una mujer que por fuera parece fuerte, incluso a veces displicente, pero que por dentro es dulce a su manera, generosa con la gente a la que aprecia. Nos dice que le da pena que nos vayamos, que hemos sido «buenos con el pueblo».
Es la tercera persona que nos lo dice y no entendemos muy bien a qué se refieren; imaginamos que a gestos básicos de cuidados y atención, a una actitud respetuosa hacia el pueblo y sus habitantes, o tal vez al hecho de que hemos mostrado deseo por aprender de ellos y sus formas de vida. No hemos hecho ningún esfuerzo ni sacrificio, no hemos vivido allí como si sintiéramos que nuestra presencia mejoraría su vida. Simplemente hemos vivido. Pero F., también E. y D., nos dicen lo mismo: «Habéis sido buenos con el pueblo». Repiten la preposición «con», no usan «para», lo cual me parece significativo, me gusta que la bondad no se relacione con la utilidad sino con quien la recibe. En cualquier caso, F. acompaña esas palabras de un abrazo muy apretado, un achuchón de abuela castellana fortachona, y yo, que me siento pequeña últimamente, no puedo evitar romper a llorar. Ella, tan dura y sarcástica de normal, también suelta unas lagrimillas discretas, su marido N., a su lado, tiene los ojos rojos, como mi marido, que hoy está triste y demacrado. Es que por mucho que estamos haciendo exactamente lo que queremos y necesitamos, este proceso nos desgasta física y emocionalmente. Ya lo sabíamos, no en vano él se ha mudado siete veces y yo nueve.
La noche antes de la mudanza apenas duermo y pienso en Goxo, el perrillo al que más he amado en la vida y que dejamos bajo esta tierra dura y a veces cruel. Me cuesta abandonarlo ahí porque todavía no he asimilado su muerte violenta, atroz; cuando lo recuerdo esa noche a modo de despedida –un ejercicio estúpido ya que sigo pensando en él a todas horas– soy incapaz de sacudirme la angustia y las imágenes dolorosas de sus últimos momentos. Todavía no consigo recordarle con alegría, corriendo monte arriba, monte abajo, persiguiendo corzos o dando esas carreras con las que parecía poner a prueba su sorprendente velocidad de galgo profesional, él, que era un mil leches sin pedigrí; tampoco consigo recordar sus gestos sin romperme, como cuando estaba tumbado y levantaba la pata trasera cada vez que pasábamos a su lado para que le hiciéramos una caricia en la tripita. «El peaje», lo llamábamos. Ese fue uno de sus últimos gestos en la mesa del veterinario, cuando estaba a punto de morir, seguramente confiando en que nuestra caricia le diera algo de consuelo.
Dejamos su territorio cuando todavía no he cerrado mi duelo por él. Y no sé si eso es bueno o malo. O no tiene por qué ser ninguna de las dos cosas. Lo que sí es cierto es que, estando aquí, en nuestro nuevo hogar, lo estoy empezando a recordar de otra manera. Es más, hasta que no he dejado el lugar donde lo mataron, no he podido escribir ni una sola palabra acerca de su muerte, que ocurrió el 14 de enero.
Mientras escribo esto me pregunto si le habría gustado vivir en nuestra nueva casa. Aquí no podría contemplar como hacía allí, sentado a nuestro lado, una sierra descomunal, maravillosa e inquietante como la de Gredos. Aquí hay pequeñas laderas verdes, bosques de pino y de eucalipto, al fondo un mar azul que amplía el horizonte hasta el infinito. Le puedo imaginar mirando curioso hacia este mar que vería por primera vez, acostumbrándose, como se acostumbraba a tantas cosas que iba a aprendiendo con su extraordinaria inteligencia. Le encantaba meterse en el río para refrescarse, incluso en invierno cuando el agua bajaba helada de la sierra. ¿Cómo reaccionaría ante las olas del Cantábrico? Me temo que algo se asustaría. ¿Se acercaría a las ovejas y las vacas que pastan tranquilas alrededor de nuestra casa? ¿Perseguiría a las gallinas del vecino? ¿A sus gatos?
Cuando una se muda de casa, de pueblo, de ciudad, deja muchas cosas atrás. En este caso, dejamos algunos buenos vecinos y otros no tan buenos, una casa preciosa en la que hemos sido felices, una huerta trabajada y cultivada que ojalá alguien siga cuidando después de nosotros, los manzanos y perales que nos surtían de fruta para todo el invierno. Hemos hecho limpieza de armarios y cosas inservibles, hemos donado más de doscientos libros, hemos decidido, de nuevo, que para vivir bien no se necesitan tantos achiperres ni complementos.
Cuando una se muda también se da cuenta de qué compañeros de vida te siguen acompañando, ya sea con su presencia o en el recuerdo, por muchos kilómetros que pongas de por medio. De tantos años cambiando de lugar de residencia, a mí me quedan unos cuantos de esos compañeros, no demasiados y no todos de dos patas. Vaya donde vaya sé que están conmigo en el devenir de esta vida a veces feliz, a veces tremendamente dura. Quienes siguen en este mundo vendrán un día a visitarnos, les abriremos la puerta de la casa, pasearemos por los senderos que llevan al mar y les agasajaré con alguno de mis platos favoritos. Quienes nos han dejado nos acompañarán de esa otra manera tan bella de estar presente: a través de la memoria, de narrar el relato de su existencia. Aunque a veces, todavía, duela.
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