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Traspasado el viejo concepto de lo políticamente correcto, nos hemos lanzado a la justificación de cualquier voluntad individual y colectiva sin que se nos mueva un pelo aunque, interiormente, se nos vaya formando un sótano de incertidumbre donde cuesta estar cómodo. La libertad es un ... pasaporte que te permite traspasar casi todas las fronteras. Los rumores de una ofensiva importante en Ucrania corren de boca en boca. Ante eso contenemos la respiración y miramos para otro lado, sin embargo, la llegada de las próximas vacaciones ha hecho que las agencias de viaje reciban la demanda de algunos iluminados que preguntan por un viaje al infierno. Esto no es nuevo, es el llamado turismo de catástrofe, una manera de chutarse la historia en vena o de buscar la adrenalina perdida. La industria del turismo ha descubierto en la última década el potencial que poseen los lugares marcados por la desgracia. Hace décadas que se visitan Herculano y Pompeya con su fantasmal sorpresa volcánica. La casa de Ana Frank tiene más de un millón de visitantes al año y los campos de concentración nazis también tienen numerosas visitas. A Chernóbil, la mayor catástrofe nuclear de la historia, llegan autobuses sin una plaza vacía para contemplar la desolación. En Sarajevo existe un tour para conocer los lugares más sobrecogedores de la Guerra de Bosnia, que tuvo lugar entre 1992 y 1996, y ver las cicatrices que aún quedan. También es obligada la visita a la Zona Cero en Nueva York, el espacio donde se ubicaban las Torres Gemelas antes de ser destruidas en los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Las dificultades para discernir entre lo necesario y lo extemporáneo resultan abrumadoras.

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