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Se llamaban droguerías y eran tan imprescindibles como las farmacias. El establecimiento no necesitaba publicidad, su olor empezaba en la esquina de la calle e iba intensificándose a medida que te acercabas; disolventes, sosa cáustica, bicarbonatos, detergentes y colonias que se vendían a granel mediante ... unos litúrgicos trasvases del frasco grande al medidor, y de este al perfumador o frasco que aportaba el cliente. Detrás del mostrador había un experto que aconsejaba sobre humedades, manchas, tintes, abrillantadores, matainsectos y cualquier adversidad de la vida doméstica.
Las estanterías estaban repletas y las novedades colgaban de ganchos. A veces, parecían una cueva con estalactitas de misteriosos objetos sobre tu cabeza: una almohadilla para que las rodillas de las amas de casa mitigaran el dolor cuando fregaban el suelo, reteles para coger cangrejos, e incluso cebo vivo, un gorro modelo doncella inglesa, imprescindible para la ducha, o la tijera perfecta para cortar lo que hiciera falta cortar. Venenos y perfumes, alpargatas y tijeras, bicarbonato o azulete… Un modelo de consumo ecológico que ahora resultaría imposible sostener.
En estos desaparecidos establecimientos todo se rellenaba, se envolvía en papel y duraba años. Ahora, hay pasillos en las grandes superficies con metros de aerosoles con insecticidas, quitamanchas o ambientadores que no se necesitaban si en el barrio había una droguería. Pero no hay. Al lado de la casa de mi abuela había una regentada por una mujer lista como un ratón colorao a la que la gente llamaba 'la Pantoja' por su pelo negro y su peinado. Cuando cerraron sentí cierta pena. Me gustaba detenerme en su escaparate repleto de tijeritas, limas y pasadores para el pelo, de todo tipo y condición. No alcancé a imaginar lo que echaría de menos aquel establecimiento que asesoraba y aprovisionaba a todo el pueblo.
Me paso la vida viendo tutoriales con remedios en los que quiero creer, pero la vida ya no posee la ecología de las viejas tiendas, que desaparecen porque pagan los mismos impuestos que si estuvieran en la Gran Vía. Ahora que se avecinan las elecciones locales, no estaría mal que en lugar de darnos la brasa con proyectos inalcanzables se estableciera una bonificación a esos comercios que hacen que salir a dar un paseo y relacionarse, como siempre se ha hecho, merezca la pena. Todavía creo en la política local, y en la posibilidad de que estos políticos tengan fe en las grandes pequeñas cosas. Los viejos oficios desaparecen convirtiéndonos en consumidores de usar y tirar; no estaría mal que empezáramos a frenar la inercia en los pueblos y barrios.
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