Por la ventana de mi despacho veo la furgoneta de los jardineros que cuidan la fantasía de jardín que tiene mi urbanización; medio metro de hortensias y calas rodeando el edificio. El jefe lleva unos cascos y habla por un micro que le llega casi ... a la boca, mientras esgrime una especie de lanza motorizada que gira con malos augurios cuando se acerca a mi raquítico limonero; único árbol entre los parterres. Sueño con que crezca y tapice mis pensamientos con esa frondosidad que tenía el viejo níspero pero los jardineros, como las peluqueras, tienen querencia por las tijeras y creo que les pone lo de la poda.
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El de la motosierra vertical, que ya me tiene fichada, mira hacia mi ventana disimulando tras sus gafas de motorista. Sé que intenta saber si la vieja del visillo está apostada ahí. Claro que estoy. Esta ventana es la puerta por la que salgo a volar cada día para cazar la vida de otros, y las hojas de mi limonero que aún no están a la altura de mis ojos son imprescindibles.
Me ve pero se hace el loco y, como Freddy Krueger, se acerca al retoño con la determinación de un hombre armado. No es la primera vez que mantenemos esta pequeña contienda. El año pasado uno de sus empleados se cargó una dama de noche que vivía al abrigo de mis mimos y que yo misma había traído de Málaga. Le pedí que la sustituyera, que me plantara otra o un jazmín que me emborrachara la noche. Me dijo que aquí en el norte había poco sol y mucha agua.
Cuando 'terminator' llega a mi terreno abro la ventana y con dificultad saco medio cuerpo por encima de mis cactus, aun a riesgo de precipitarme al vacío desde mi primer piso. Cuando pronuncio la frase «No me toque el limonero» me doy cuenta del silencio que reina en el callejón, y de lo mal que ha sonado la frase. El jardinero no me dice ni sí, ni no, sino todo lo contrario. Se aleja con su abrumadora presencia de cinturones armados y arneses diversos. Estoy a punto de decirle que le vigilo pero ya lo sabe.
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Vuelvo a mi página en blanco satisfecha de haber resistido una semana más el asedio. Por la tarde me llama el administrador para decirme que el jardinero le ha contado que no le he dejado podar el limonero. Hago como que no le he oído y reivindico mi dama de noche… «Si no tenemos clima para eso», le respondo con el desparpajo que me caracteriza. Le digo que vamos a tener que regar a escupitajos aquí y en mi amado sur, y que este verano no va a resultar tan fácil, que podemos plantar damas de noche pero que hay que ponerse las pilas porque quien manda es la naturaleza. Nadie parece darse cuenta de que lo esencial no admite campañas electorales, ni estéticas de jardinería.
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