El pasado vuelve como una náusea, o como un aroma añorado. El pasado, pasado está, hay que vivir el presente, no hay que revolver lo que no tiene remedio, el aquí y el ahora... nos repiten cuando amagamos un recuerdo devastador. El lenguaje coloquial posee ... una interminable letanía para invitarte a callar. Pero, igual que esas plantas que creíste muertas florecen en primavera, lo sucedido emerge a la vuelta de esquina, con una palabra que abre la puerta secreta de la que perdimos la llave. Los amantes que renunciaron a vivir su pasión tienen marcados los lugares donde se amaron aunque hayan pasado años, las afrentas recorren el ADN de las familias durante siglos y las huellas de la violencia de una guerra, o del terrorismo, están grabadas a fuego en nuestro cerebro. El pasado persiste, sedimenta y altera el terreno que pisamos. No parece útil, y menos aún reparador, sepultar el pasado, tarea, por otra parte, absolutamente imposible, y sin embargo quienes empujan las riendas políticas parecen empeñados en convencernos de que lo hagamos al mismo tiempo que construyen una necesaria ley de memoria histórica.

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¿En qué quedamos? ¿A setas o a Rólex? ¿Fue o no fue sedición? Los escritores somos expertos en la recreación del pasado. Intervenimos en él, para recrearlo, y nuestros personajes aceptan, se abren camino para sobrevivir mejores. Tendríamos que leer un poco más, un poco mejor también, para saber que alguien que habla del pasado no lo hace porque sea antiguo, sino porque ha vivido, y quien le niega la voz es un patán que vive a solas con lo que le procura la satisfacción de mirarse su ombligo.

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