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Se ha muerto Jane Birkin». Un grupo de amigas sentadas en la playa, sin esperanza de que el sol salga, sin desvestirnos del todo y con unos nietos compartidos que adoran el verano porque tienen abuelas, van y vienen de la orilla a la silla ... regándonos los pies con unas minúsculas regaderas. Nos consuela este clima inglés que sufrimos, más que nada porque cien kilómetros más abajo el país se ha convertido en la parrilla de san Lorenzo. «Era monísima», añade una voz.
Tengo los ojos cerrados y un bienestar tontorrón que ni tan siquiera me invita a participar en la encarnizada tertulia que la necrológica ha despertado, me arrulla. Mis compañeras hablan de las francesas como una raza aparte experta en mohines y gracietas eróticas. Alguien recuerda que iban sin sujetador y tenían una sutil relación con el deseo y el sexo, que aquí no osábamos ni rozar. Nos daban envidia; ellas podían dedicarse a dulces menesteres mientras nosotras tratábamos de incorporarnos al mercado laboral, estudiábamos y nos empoderábamos sin podernos entregar a lo que nos pedía el cuerpo.
Busco en Spotify el 'Je t'aime, moi non plus', que traducido viene a decir 'te quiero, yo tampoco'. Los jadeos y susurros de la francesa salen del móvil con la misma voluntad de conquistar que en los años 70. Le acompaña la voz gruesa y varonil de Serge Gainsbourg, un hombre pequeño, feo y con ojos de sapo que se convertiría en su marido y padre de una de sus tres hijas. «Yo voy a ponerle una vela». Mi amiga lo dice mientras manda a su nieto a la orilla a por más agua. «Hizo mucho por nosotras, a mí me animaba mucho». Alguien le apunta con mala leche que la Birkin era una de esas chicas dóciles con cara de no haber roto un plato en su vida y que su encanto era que susurraba de maravilla.
La conversación playera gira en torno a los susurros, a lo que sucedía cuando sonaba aquel disco y se consolidaban las preferencias. Se escucha un suspiro de esos que parecen estar atrapados desde hace años en el pecho. «Pobre». No hay nada como escuchar a un grupo de mujeres que ya no cumplirán cincuenta charlando en la playa. Imagino a Aristóteles y sus acólitos filosofando, hablando de la amistad y diciendo, como se recoge en sus escritos, que hay tres tipos de amistad: la que está basada en la utilidad, la que se asienta sobre el placer y aquellas en la que es el carácter el que la hace sólida. En la playa, la amistad se apoya fundamentalmente en la complicidad, pero Aristóteles era hombre y sabía poco de nuestra vida aunque fuera un sabio. Aprendo mucho de estas mujeres.
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