Cuando uno ve en la televisión las imágenes de los migrantes hacinados en los centros de acogida en las Islas Canarias, no puede evitar recordar ... aquellas otras fotos, mucho más antiguas, en las que también se ve a miles de personas recluidas en los barracones de los campos de refugiados que salpicaron durante años el sur de Francia.
Estos días, cuando celebramos, un año más, el homenaje y recuerdo a los miles de vascos y vascas que, expulsados de su tierra por el avance de las tropas del ejército sublevado, se vieron obligados a cruzar la frontera y terminar en el campo de refugiados francés de Gurs, me veo obligado a confrontar aquel episodio dramático de nuestra historia con las amenazas a las que nos enfrentamos la ciudadanía vasca, española y europea en esta segunda década del siglo XXI.
Se dirá, con razón, que el mundo ha cambiado mucho en los casi noventa años que transcurren desde la foto del campo de refugiados de Gurs y las fotos de los centros de acogida canarios. En primer lugar, por la procedencia. Mientras que los migrantes actuales que llegan a Europa provienen mayoritariamente de otros continentes, aquellos otros que poblaron los campos franceses fueron fundamentalmente españoles. Durante aquellos fatídicos años, los que transcurrieron desde el golpe de Estado español de 1936 hasta finalizar la Segunda Guerra Mundial en 1945, millones de europeos y europeas, entre ellos miles de españoles, se vieron obligados a deambular por el continente, forzados a cruzar cada poco las diferentes fronteras, y en el peor de los casos, recluidos y vilmente asesinados en campos de concentración nazis.
Vuelven a campar por nuestro continente mensajes de odio que pretenden señalar al extranjero, al diferente
Es verdad que también ha cambiado el derecho internacional y el compromiso europeo con las personas migrantes. Hoy, la solidaridad con aquellos a los que no les queda más remedio que arrancar sus raíces para buscar un lugar más seguro, un futuro mejor, muchas veces empujados por la guerra, la violencia o la miseria, es uno de los valores de los que nos sentimos orgullosos buena parte de la sociedad europea. Y esto, en buena medida, es gracias al aprendizaje heredado de las dramáticas historias que tuvieron que sufrir aquellos otros apátridas que, hace casi un siglo, transitaron por una Europa a punto de estallar en la guerra más mortífera que ha conocido la Humanidad a lo largo de su historia.
Sin embargo, lamentablemente hay cosas que parecen no haber cambiado. Hoy, como ayer, vuelven a campar por nuestro continente mensajes de odio que pretenden señalar al extranjero, al diferente, como si de una amenaza se tratara, como un enemigo al que hay que combatir. Hoy, como ayer, vemos alarmados cómo se multiplican quienes pretenden hacernos creer que existe una patria estanca, una nación cerrada, inamovible, en la que solo tendrían derecho a residir los señalados por unos supuestos guardianes de las esencias raciales que solo ellos conocen. Una vez más, y ya son demasiadas en la historia reciente de este pueblo vasco, volvemos a oír cantos de sirena que nos prometen un retorno a una arcadia feliz, a un mundo idílico del que solo unos pocos elegidos serán los guardianes y en el que solo tendrán cabida quienes acepten su proyecto totalitario. Volvemos a ver, y nos duele tanto el recuerdo, pintadas en las que se señala al diferente, en las que se exige su expulsión de la comunidad.
Los socialistas, hoy igual que ayer, seguiremos trabajando en la construcción de una ciudadanía democrática asentada en el derecho a la diferencia, en la diversidad y en la solidaridad. Una ciudadanía donde nadie pretenda imponernos su proyecto político. Cada ciudadano, cada ciudadana, ha de ser libre de escoger la lengua en la que quiere hablar, el dios al que quiere rezar –o no rezar a ninguno–, la forma en la que quiere sentir su sexualidad, su ideología o su sentido de pertenencia. Todas ellas, absolutamente todas, tienen cabida en nuestro proyecto ciudadano, con la sola exigencia de que cumplan las normas básicas de las que nos hemos dotados para garantizar la convivencia. Nada más que eso, y nada menos es lo que nos hace ciudadanos. Vengamos de donde vengamos. Estemos de paso, o soñemos con arraigar en esta tierra.
Esa es la herencia que hemos recibido de quienes vieron sus vidas truncadas, vieron arder sus pueblos y ciudades, sus casas, mientras partían sin más equipaje que lo puesto y un futuro incierto. Nunca olvidemos que las sociedades democráticas se construyen precisamente recordando aquello que no queremos que vuelva a ocurrir.
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