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A los pocos días de instalarse como párroco en Etxalar, Pello Apezetxea descubrió movimientos inquietantes en los bosques: «Subí a un caserío para llevar la comunión a un enfermo. Del bosque salieron unos cuarenta hombres que cruzaron la carretera delante de mí. Me impresionaron: todos en fila, en silencio, caminando rápido. Los guiaba un chico del pueblo hacia la frontera». Era 1965, la época en que un millón de portugueses huyeron de la pobreza, la dictadura y las guerras coloniales. De ellos, ochocientos mil emigraron a Francia, la mayoría de forma clandestina y casi todos a través del Bidasoa o el Pirineo, donde murieron por docenas. Poco después, Apezetxea recibió una llamada. «En el mismo camino por el que iba aquella cuadrilla, encontraron a un portugués colgado de un árbol. Le hicimos un funeral y lo enterramos en el cementerio de Etxalar».
El viejo cura contaba historias de vecinos que ayudaron a los migrantes y de otros que los estafaron. «Hay gente que hace negocio con todo». Apezetxea murió la semana pasada a los 90 años. Escribió varios libros sobre Etxalar, incluido uno sobre las antiquísimas estelas que rescató de un almacén y colocó en el jardín de la iglesia. Le pregunté por qué eran valiosos aquellos discos de piedra funerarios: «Nuestros antepasados guardaron el nombre y el recuerdo de sus muertos. Ya no sabemos quiénes eran, pero nos queda ese gesto, ese impulso humano de permanecer. Debemos honrarlo y mantenerlo».
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