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Como en tantas otras actividades como nos clava la vida con sus humores y sus sones más o menos recordables –músicas que siendo las mismas ... no suenan igual en distintos oídos; melodías que pueden conducir a aquel amor inolvidable— lo más cierto es que, mucho sino todo, se salva si se ha tenido la suerte de que, a la vuelta de los años al escuchar el venero de algunos viejos nombres se tiene una como cierta sensación de reencuentro, como si, a la manera de Alicia se hubiera penetrado en 'En el Pais de las Maravillas' en seguimiento un tanto apresurado y difuso de aquel conejo que 'para consultar la hora sacó un reloj de bolsillo de su chaleco, y, cosa un tanto curiosa', tardó la niña en darse cuenta de 'que nunca había visto un conejo con chaleco, ni, mucho menos, con reloj de bolsillo', que así es, si bien se mira, cómo amanecemos a la vida no solamente en su primera linea de contacto sino aún mas allá en palabras que se oyen y se nos quedan fuertemente prendidas a la memoria aunque no la creamos en ese momento de prenduras dialécticas en las que discurre ese milagro de la infancia que consiste en aprenderlo todo a velocidad radiante como tanto le maravillaba y le llevaba a considerar como 'arte diabólica' a aquel portugués, de paso por tierras galas, al constatar que 'en su tierna infancia, todos los niños en Francia supieran hablar francés cuando para hablar el gabacho, un hidalgo en Portugal llega a viejo y lo habla mal y aquí lo parla un muchacho'. Que alguna diversión puede que haya en el juego de las neuronas sino es por otra cosa que por su neta juventud capaces de iluminar semejantes milagros que fue como algo de como un repique de campanas de mi universo niño las que sonaron en mi memoria este sábado pasado, cuando, solo por efundio y eufonía de palabras caminaba, bien asistida por la cronista, por tantos lugares del parque de Aiako Harria, sobre todo por los lugares de Zaria, Biandiz, Txurrumurru, etc, que a su sombra nací, que no se trata de otra constelación solamente de nombres , algo como pinturas imborrables, que así suele ocurrir tantas veces con el mundo de los ruidos ensartados para formar palabras que no se deterioran sino que, al contrario, destellan en la costumbre de guardar sus guedejas de procedencia que nunca se borraran para darnos falsas seguridades de esencias inmortales.
Igual que como los barcos van dejando su estela sobre el azul de las aguas, cuando el hombre se muere, deja también la suya, una constelada raya de acciones de las que, lo que más emergen, son sus palabras: 'En el principio fue la palabra', como se nos ha dicho desde los libros, pero también en lo último son las palabras, ésas que van dejando su estela sobre el azul del mundo, sobre el azul del entendimiento, sobre el azul de la memoria, sus epitafios.
Muere un hombre, un gran hombre, y más que sus acciones acaso, más que las obras que pudo iniciar o terminar, están sus palabras, de tal forma que las palabras hinchan como el esqueleto de ese hombre que fue: las palabras quedan como la ceniza de ese hombre, mejor aún, como las ascuas de ese hombre. ¿Qué fuerza tienen las palabras que de una manera u otra se apoderan de la esencialidad, usurpan— por así decirlo— las figuras y contrafiguras de la persona? Puede ser, sencillamente, un problema de identidad. La semántica del alma puede estar lo mismo en las acciones que en las palabras, pero mientras que aquellas tienden con frecuencia como a esconderse, las palabras van bocetándose cada vez más y más, van encarnándose en las gentes que las oyeron pronunciar, fijándose y destacándose como trazos en relieve.
En realidad, y desde la muerte de los hombres que las pronunciaron, las palabras cobran nueva vida. Palabras muchas veces sin ascendiente, sin importancia acaso, como floraciones del alma o como expresiones nacidas más que del mismo hombre de los momentos que a este hombre le conmocionaron, y que van usurpando su esencialidad, van apoderándose de su alma a la manera de los antiguos usurpamientos de alma de los que nos hablan los relatos de la literatura fantástica ('La piel de zapa' balzaciana; 'Peter Schlemil, que perdió su sombra', etc.) todos los fabulosos relatos que de alguna manera u otra van penetrando en la intimidad humana, como apoderándose de «el otro» que hay en nosotros, y que es, en definitiva, lo que queda como pieles de personas que se quedaron vacías de contenido, como sacos que no contienen nada, o más bien también como tamizadas esencias, como realidades de una apariencia que fueron, porque quizás la única realidad sean estas palabras y no su encarnadura aparencial. Por eso hay individuos que van recogiendo la estela de los hombres a través de la memoria de los que le conocieron. Y al entrar en contacto con esas personas se integran en un nuevo transver que conforma nuestra sensibilidad como personas.
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