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Nuestras venas y arterias son como los canales que dividen Venecia. Hacen las veces de calles, avenidas acuosas, rutas líquidas, y, además, dignifican la imagen ... que el mundo tiene de la ciudad. Venecia, sin sus canales es, por poner un ejemplo, como París sin su torre Eiffel, Moscú, sin su Plaza Roja, Londres, sin su niebla (¡ah, eso era antes!), y Donostia, sin La Concha. Todos sabemos que una ciudad no se resume en uno de sus monumentos o rincones señalados en las guías turísticas. Pero en esta época de viajes rápidos y estancias cortas, en general, el tiempo es una quimera. La prisa excesiva, el correr, antes que el ir, de un lugar emblemático a otro, demorándose lo menos posible, sin poder aferrarse al momento único e irrepetible, ese que verdaderamente cuenta, porque es el que será recordado, es una de las señas de la civilización actual, por llamarla de algún modo. Pasear por una ciudad no es pasar por una ciudad, como ver a una persona no es conocer a una persona, ni narrar una historia es contar una historia.
Vida es agua, y agua es vida que discurre entre canales y acequias; se dispersa entre la maraña de ríos y afluentes; se solaza en lagos y lagunas, charcas donde la quietud es aparente y en el interior bulle toda la existencia que se niega a mostrarse; se envalentona en las cascadas, que son a los torrentes como la cabellera a las personas. Sin ella somos otros, u otras, muy diferentes. Acordaos de Sansón, perdió su fuerza cuando se quedó sin su melena. La calvicie no es un don ni una desgracia, es a la cabeza lo que el desierto al mundo. Pero el desierto es hermoso; esa aridez impide, a veces, contemplar la verdadera belleza que muestra, la síntesis de luz, la apertura del horizonte, el rumor del aire, el vacío que se va llenando a medida que se va vaciando lo que cada cual lleva dentro, cuando algo lleva.
Vida es sangre. Sangre embriagadora y, también, embriagada por los excesos de los sentidos, tan difíciles de encerrar y contener en presas y embalses, porque todo lo que es líquido siempre acaba fluyendo desde las fuentes hasta el mar; siempre aprovecha cualquier fisura, por mínima que sea, para, gota a gota, filtrarse, escapar y expandirse, atravesar la llanura inmensa y desaparecer. Somos el curso del agua que se perdió, el rastro húmedo que de la riada quedó y se salvó, como cuerpo que mengua, como sombra que crece, como sangre que inunda venas y arterias, impulsada por la fuerza que posee el deseo de vivir.
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