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Hay muchas guerras en el mundo, lo sabemos. Son como heridas abiertas en la piel espesa y dura de esta humanidad que sufre violencia. Gaza, ... Ucrania..., de poco más nos acordamos, o simplemente nadie quiere acordarse porque la rueda de la vida da vueltas a gran velocidad y, como la fortuna, no siempre gira a favor. Se llama destino a lo que no está en nuestra mano; y a lo que está algunos lo llaman dedicación, otros, trabajo, prudencia, esfuerzo, voluntad. No siempre salen las cosas como se quieren; por el contrario, muchas veces, salen de forma inesperada, en otro sentido al deseado.
Lo que sucede debería ser motivo de alegría, porque reafirma el hecho ineludible de vivir. Indagando un poco en la realidad, se llega a la conclusión de que no es la vida eso que se ama, sino el propio hecho de vivirla, porque no hay más, y porque ella es única e intransferible. Cuántas veces habremos soñado con otras vidas, diferentes en todo a las actuales y nuestras, cuántas veces habremos imaginado también ser otros, en otros cuerpos, en otras ciudades, en otros pensamientos, en otras circunstancias. Cuántas veces hemos despertado imaginando que no éramos nosotros los que despertaban, ni eran nuestros ojos los que veían la luz reciente.
Hay una guerra ahora, que no necesita armas ni soldados, que se dirime en los hogares propios y ajenos. Es el combate contra la soledad no buscada. Esta vez ha sucedido en el barrio de Aluche, en Madrid: una madre y su hijo han fallecido sin asistencia, sin que nadie en el momento fatídico lo advirtiera.
¿Qué pasó para que ninguno de sus vecinos se diera cuenta de su no existencia, para que no supieran que las personas que habitaban un piso superior o uno inferior, traspasaban la puerta de la izquierda o esa de la derecha, no daban señales? La vida que se observa se resume ciertamente en eso: un portazo al salir, el ruido del agua cuando se usa la ducha, el sonido del televisor o de la radio encendidos, los pasos en el salón, el chisporroteo del aceite en la freidora, las voces suaves y quedas, los silencios pautados, los susurros de la necesaria intimidad. La vida son miradas, las que dirigimos a los demás, las que ellos nos dirigen a nosotros; son guiños perceptibles y conocidos; saludos al cruzarse, al cruzarnos; gestos mínimos y aparentemente sin trascendencia.
La soledad, como la fortuna y la justicia, está provista de alas. Por eso nunca está donde se supone y se quiere ver. Nunca está hasta que aparece.
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