El martes hacia el atardecer entró la galerna por donde siempre, y enseguida se adueñó de la ciudad visible. El sol no se había ocultado ... aún, procuraba seguir brillando entre la niebla acaecida, como los peces intentan respirar, cuando los sacan de su medio líquido. El efecto conseguido era singular, ni luz ni tinieblas, la tarde que se iba deslizando hacia su disolución, la luz que se iba fundiendo con la bruma. Apenas se veían los contornos de las personas y de las cosas, se sabía que todo estaba donde antes, que no había cambiado de lugar, que la vida transcurría, a pesar de la galerna: la noche en ciernes, la creciente oscuridad, el ánimo alegre, la atención alta, el destino.

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De un tiempo a esta parte, la preocupación por lo cotidiano y el desdén por lo extraordinario ha sucedido y, de alguna manera eclipsado, a aquella búsqueda de trascendencia que tanto nos ocupó en los años pretéritos, dignos algunos de ser recordados. Pocos querían ser lo que eran, o creían que eran; había que superarse, ir más allá de la propia persona. Había que buscar nuevos mundos, no fuera, sino dentro, en el interior de cada cual, sumergiéndose si era preciso en esas aguas tan turbias y confusas que arrastra consigo la propia conciencia; había que abrirse a experiencias inusitadas, romper con el ser antiguo, para crear, construir, fabricar el ser nuevo y definitivo; había que romper con el viejo orden y traer a la tierra otro diferente, liberado y liberador: el paraíso.

Nuestras existencias se vuelven pesadas de llevar, por su propia levedad y ligereza. Nada sucede especialmente: nada que resaltar ni reseñar, un día tras otro, un instante que no supera al anterior, es su mera continuación; nada que esperar ni por qué desesperar. Si todo sucede de manera uniforme y regulada, si nada se escapa de lo previsible, desaparece la esperanza. Se crea, así, a la larga, una sensación agotadora y estresante, fatiga de vivir una vida sin vida, monótona.

Antes de la pandemia, algunos habían intuido las bondades de lo cotidiano, la épica de los pequeños detalles, de lo anodino, de lo trivial, de aquello que, sin ser excelso, produce satisfacciones pequeñas pero inmediatas, igualables en la imaginación a las hazañas de héroes conocidos y míticos. Después, el ser banal y común de nuestros días, sin apenas salir de casa, si no es para visitas puntuales, simula con una sonrisa ancha lo que otros, tras grandes esfuerzos y sinsabores, consiguieron: la plenitud.

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