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Quién se acuerda de aquellas tiendas que proliferaron en los barrios de las ciudades e, incluso, en las calles principales de los pequeños pueblos que ... jalonan todavía la provincia, y que, ya desde su entrada, se anunciaban con aquella frase, única, pero breve, escueta, y, además, exacta: «Todo a cien»?
Había una gran variedad de productos, no siempre de buena factura y calidad, ni siquiera vistosos, más bien bastos y mal acabados, pero cumplían una función, entonces primordial, la de otorgar a los vecinos la sensación de que, faltase lo que faltase, ellos lo proporcionarían, y de que, fuese la hora que fuese, estarían allí siempre, dispuestos a ofrecer su servicio. Era un remedio de última hora contra el olvido espontáneo, un recordatorio constante, una presencia poco inquietante.
Al pasar por delante del establecimiento, había gente que se paraba, como solía hacerse delante de un paso a nivel (los han ido quitando todos o casi todos), el ayuntamiento (con mucho respeto), o delante de una iglesia (era costumbre además santiguarse). Se hacía acopio de memoria, se miraba en mentalmente si había que comprar algo, fuese necesario o no, y, si la respuesta mental era negativa, cada cual seguía su camino hasta el domicilio, o hacia el lugar convenido.
Hay en Madrid, igual que en otras ciudades mayores o menores, varias estatuas, que reproducen la Esfinge. Algunas adornan museos, jardines caprichosos, rémoras del pasado. Pero hay una, diminuta en tamaño, que se encuentra en un lugar céntrico, a resguardo de los vaivenes del tráfico rodado o peatonal, a la vista de cualquiera que pase por delante. Los caminantes se detienen y, quienes recuerdan el valor de esa figura con cabeza de mujer y cuerpo de león alado, repiten la respuesta al enigma que, en su día, planteó. «¿Qué ser es aquel que cuando amanece sale andando a cuatro patas, al mediodía a dos, y al anochecer, a tres?». El humano, claro.
Otros enigmas conmueven al ser, otros presagios le levantan el ánimo o, simplemente, las conjeturas sobre el presente y el porvenir le dejan un tanto indiferente. Pero siempre hay lugares ante los cuales, sin que se sepa la razón, la gente se queda quieta, se demora, piensa en todo aquello que le hace falta en ese preciso momento y, una vez sabida la respuesta, actúa. Entra al sitio, o se va, tras haber solventado una duda, por muy pequeña que fuese, tras haber aquietado la inquietud, que molesta como un puñado de arena en el corazón desnudo.
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