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El alfabeto, la religión monoteísta, la astrología, el concepto del tiempo, el ojo por ojo, el amor al comercio y a la medicina, la ciencia ... de la navegación, son artes e industrias importadas desde Mesopotamia, cuna de la civilización, y Oriente Medio, que fue, eso dicen, un vergel: el paraíso. Llevado por esa tradición, cada vez que contempló un manzano en una pequeña ladera, rodeado de hierba alta, que ahora llega hasta la rodilla, me imagino las andanzas de Adán y Eva y su prole, allí corriendo por el prado y jugando al escondite, que es un juego antiguo y a la vez moderno, que lo practican hombres y mujeres, y también animales grandes y pequeños. Pero las manzanas no aman esconderse, se las ve en esta época, colgadas de los árboles: frágiles como las flores que cayeron con los primeros vientos; suaves al tacto como las manos de las madres, como los deditos de los niños; dulces como la lluvia cuando cae con afecto, sin querer hacer daño; humildes como los seres que saben de su importancia y no quieren importunar proclamándola.
Se siente el otoño, está presente, no quiere escapar, no busca redimirse. Enseña sus dones, su cielo con pájaros, sus estrellas brillantes y alejadas, cuando la niebla no las oculta, y la luna se asoma, con su silencio bien llevado, casi en secreto. El frío viene a reconciliarse con el mundo, a demostrar que no se ha ido lejos, que está ahí en el umbral, aguardando, seguramente, la llegada del invierno, con su coro de nieves y escarchas, su música impetuosa y marcial, su estruendo. Por la mañana, cuando amanece, comienzan las manzanas a despertar, intentan soltarse de las ramas duras del manzano, tímido habitante de la pradera, solitario espectador de las dichas y desdichas de los seres visibles que se mueven y pugnan a su alrededor. El mundo que le rodea le es conocido, se mueve lentamente, sin mostrar signos de confusión, ni alboroto, ni gozo. De tan lejos que viene su especie, quiere quedarse para siempre, no desaparecer. Así, parece que las manzanas siempre han estado donde están ahora, en una ladera suave y llevadera, mirando al sur, de donde viene la luz y su carro de bondades y afectos suaves y prolongados.
En este clima húmedo y atlántico, que hace cantar a los huesos canciones de pena y también de amor, que tersa la piel de la alegría, obligándole a hacer un esfuerzo superior, contemplo cómo las manzanas se muestran, como si el ayer fuera hoy y el hoy no acabará, y fuera posible todo.
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