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Un árbol es el reloj biológico más perfecto que existe. Esos tan enormes de sol que vemos, luciendo en fachadas de antiguos palacios, o esos ... otros que adornan a su modo paseos marítimos, avenidas rectas, estaciones de ferrocarril, edificios oficiales, muestran su caducidad, tanto como el tiempo breve que miden. Los árboles nacen y se extienden; el tiempo, como el aire, la lluvia, la nieve, los pájaros, se recoge entre sus hojas, o pasa sobre sus ramas, sin apenas inmutarse. Hay árboles que están con nosotros desde hace más de mil años. ¿Qué fue de la humanidad que los plantó? Transmiten una sensación de solemnidad, de majestuosa laxitud, llevan consigo un silencio tan profundo como el de los océanos quietos en su dicha.
Un siglo es, más o menos, el tiempo en que algo permanece en la memoria viva, hasta que desaparece. El recuerdo de los acontecimientos se extingue, poco a poco, siguiendo la propia lógica de la naturaleza. No quedan gentes que combatieron en la Guerra Civil española; quedan algunos que la sufrieron, porque, entonces, en 1936, eran niños o niñas, y no tenían demasiada conciencia de lo que estaba por pasar. Pero los árboles que ya entonces eran hermosos ejemplares sobreviven aún hoy, y se les ve hermosos y sanos, testigos de las vidas que fueron y que transcurrieron lentamente a su sombra, bajo su mirada vertical.
En la ciudad hay varios ejemplares que, si contaran todo aquello de lo que fueron cómplices involuntarios, traerían a la luz muchos secretos que siguen escondidos bajo la hojarasca de las historias pequeñas, íntimas, pero, en ningún caso, triviales o anodinas, al menos, para quienes fueron sus personajes. Es lo que me gusta de los árboles: valen más por lo que guardan que por lo que muestran, son como museos sólidos, hemerotecas floridas, con las señales de otros seres en su piel: corazones, fechas que significaron mucho.
Hay veces en que uno quisiera ser árbol, para dejar correr los años, y, calmado, contemplar sin demasiada inquietud lo que va y después viene. El mejor regalo que se puede hacer a la comunidad, sea ésta cual sea, es plantar un árbol, de madera noble y recia, si es posible o, en su defecto, semillas de flores vistosas. Todo aquello que hacemos tiene sus consecuencias. Si el árbol se asienta en la tierra escogida, crece sin temor a lo alto y a lo ancho, si ofrece protección y sosiego a los paseantes, un hábitat a los necesitados, estará extendiendo bondades, tan necesarias también.
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