Con motivo del trigésimo aniversario de los Juegos Olímpicos de Barcelona, entrevistan en radio a un experto en historia de las olimpiadas. A la pregunta sobre cuáles han sido los mejores, responde sin vacilar: «Aunque los de Pekín organizativamente fueron perfectos, yo creo que los ... Juegos de Barcelona no han sido igualados. Sobre todo por su mayor carga emotiva». Deduje de sus palabras que las emociones son datos objetivables y hasta cuantificables, igual que el número de medallas repartidas o de récords superados.
Publicidad
Sin embargo, no es descartable que para millones de chinos las coreografías patrióticas desplegadas en la ceremonia de inauguración de Pekín'08 poseyeran una 'carga emotiva' insuperable, en tanto que, por el contrario, el 'Amigos para siempre' de Los Manolos, el flechazo al pebetero y ya no digamos la llantina de la infanta en Barcelona'92, les dejara absolutamente impasibles. Dictaminar sobre emociones es deporte de riesgo.
Nunca dejará de sorprendernos la cantidad de gente que no solo afirma que las fiestas de su pueblo o ciudad son superiores, sino que está íntimamente convencida de ello. Miremos a nuestros vecinos bilbaínos. Al tratarse de una copia reciente de la casi sesquicentenaria Semana Grande donostiarra, los giputxis no podemos evitar cierta condescendencia oyéndoles que su Aste Nagusia es el summum de la celebración popular. Pero, 'echaos palante' como nadie, hace años conquistaron para ella el título de Tesoro del Patrimonio Cultural Inmaterial y nos dejaron de piedra. Medir aleaciones y quilates en materia festiva provoca perplejidad.
A este lado de la AP-8 tampoco estamos libres de chovinismos. Recuerdo una pieza publicada en exaltación de la patronal donostiarra que describía a un hombre desesperanzado y abismado en un hotel perdido en ninguna parte sin más compañía que un televisor. Zapeando indolentemente por los canales internacionales, viene a caer sobre la imagen de una plaza abarrotada en torno a extraños personajes ataviados de cocineros, soldados y cantineras. Tañe la medianoche en el reloj y rompe una marcha de tambores. De pronto, una descarga lo rescata de la depresión: arrebatado por el rito, sus dedos se ponen a tamborilear al son del 'tarero'... y por su mejilla se desliza una lágrima.
Publicidad
El texto −que yo hubiera titulado 'El extranjero tamborrero' en homenaje a Camus− lo encontré irónicamente ñoñoscéntrico, bien que no fuera esa la intención de su autor. Ecumenizar una tradición doméstica conduce a estos absurdos.
Suscríbete los 2 primeros meses gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Las zarceras tras las que se esconde un polígono industrial del vino en Valladolid
El Norte de Castilla
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.