Al comienzo de estas letras que me pongo a escribir, la situación mundial que, para ello me pongo a otear, es, en primer lugar la ... situación en herida cuasimortal de un escritor que se olvidó de que los fanáticos tienen mejor memoria que él y guardan sus rencores ad infinitum. Están también, los infiernos de las pavesas que no cesan sobre bosques y tierras todas muy especialmente por las que como vecinos europeos nos atañen tanto en España como en Francia que se habla hasta del Moncayo y de Las Landas ya sofocadas que dan ganas de avisarle al mismísimo Alighieri que también los infiernos pueden apagarse, mientras que el calendario nos traslada a otro mito, el de las fiestas, tan de estos nuestros días veraniegos, o a su sustrato básico que se supone que sea la alegría. Se me ocurre imaginar otros recónditos y aparentemente más serenados lugares en donde dicen que se encontró acomodo, lugares, por otra parte, muy contrastados a aquellos en los que lo popular desemboca y hasta se desboca. ¿Será el momento, me pregunto, de esparcir de esa redoma de esencias odoríferas que exhalaban los claustros monacales vestidos de luz augustamente fantasmagórica como largas filas de monjes husmeando o venteando en horas que nos puedan parecer incongruas el rastro de lo divino en la fe en que se mueven, que nunca será hora de preguntarle si ese sentido del creer tiene o no fundamento alguno y que es, aquí en donde confluyen, sin duda, el todo y la nada, la difícil definición con la que se topó el bueno de Gaspar de Astete a la llegada, en su Catecismo al damero de las virtudes teologales y escribir que 'fe es creer lo que no vimos', esa trilogía en la que las tres participan, diría yo que, a partes iguales, y se supone que, al monje que tiene el hilo del morir como diana augusta, la alegría le nace como un canto vesperal, una balada ucrónica al mismo tiempo que melodía country que se le mezcla entre las barbas, pies descalzos que caminan hacia una dirección fija que intuyen, creen o sospechan que es la conveniente, aunque en realidad ni ellos ni nadie sepamos hacia dónde se encaminan nuestros errabundos pasos.
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Puede ser que todos estemos transportando la mayor mentira o falacia del mundo sobre nuestras fontanas de la esperanza, alfaguaras que no desfallecen nunca por la voluntad que se pone en las oraciones de murmurios espontáneas y se mira este vivir ya como agua humilde de clepsidra de esas horas que tan lentas parecen en su discurrir y tan veloces vemos que pasaron cuando sobre ellas colocamos las lentes de nuestro recuerdo y segundo a segundo ambas a dos dialogando en el claustro a donde se atreve a penetrar un rayo de sol a eso del mediodía y que se llena de cadencias melodiosas cuando al atardecer, ya pintando de luces la llegada de la noche, que se supone que es ésta, simplemente, la alegría nacida de la necesidad de la esperanza, lo más lejanamente posible de la sombra de Sacher-Masoch, nazca la alegría en el corazón de los humanos por motivos bien distintos y si florece la hierba en el pedregal por no se sabe qué misterios de raicillas que persiguen su ser de vida allá por donde ni rastro de ella se percibe, no se le pregunte, al menos en la hora magnánima de la sinrazón en la que a todos nos gusta sestear de vez en cuando, qué lógica extraña diseña ciertas medidas y formas de la fe que, en ocasiones, llega hasta a asustarnos...
La terapia a todo, dícese que está en el interior del hombre. Y no solamente la verdad sino también la alegría, hasta en las fiestas de la costumbre, ahí en el interior del hombre, en esas escafandras personales tras las que nos agazapamos los humanos, y en lo que a mí atañe al menos, sigo cultivando, un poco al estilo de la rosa blanca de Martí, la floral alegría de mis jardines interiores agazapados en un a modo de canción mañanera bajo la ducha, que me da a mí por pensar que la primera o la última alegría, según por dónde se comience a mirar, es la del estado personal pues que si uno está contento consigo mismo le sobran todas las músicas, charangas, estampidos de cohetes y fuegos artificiales que el aire ventea sobre nuestras fiestas, ésas tan acostumbradas que pocos se atrevieran a someterlas a examen y, todo contenido en aquella frase de Lessing (1729-1781) de que, «cuando la humanidad se madure haremos el bien sin esperanza de recompensa».
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