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Una de las primeras canciones en inglés que memoricé entera –porque aparecía en mi Student's Book de Primero de la ESO– fue 'Lucky', de Britney Spears: «She's so lucky, / she's a star, / but she cry, cry, cries / in her lonely heart, thinking: / ... if there's nothing / missing in my life, / then why do these tears come at night?» (Es muy afortunada, / es una estrella, / pero su corazón solitario / llora, llora y llora, y piensa: / 'si no me falta nada en la vida, / ¿por qué estas lágrimas me visitan cada noche?'). Cuando yo era una cría, no existía en el universo nadie más increíble que Britney. Si acaso alguna de las Spice Girls, o como mucho Avril Lavigne, podían rivalizar con la princesa del pop.

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Este miércoles, después de trece años bajo un yugo paterno avalado judicialmente, Britney ha hablado; y en su comparecencia ante una jueza ha declarado que su padre controla sus finanzas, la obliga a trabajar en contra de su voluntad, le quita sus objetos personales, la fuerza a permanecer interna en centros de salud mental y hasta fiscaliza sus derechos reproductivos. Britney, con su ombligo gamberro al aire y sus coletas rubias, nos gustaba tanto a las niñas de los 90 porque representaba, también para nosotras y pese a todas sus imperfecciones, una promesa de libertad. Desde este siglo es fácil juzgar a los ídolos del pasado, pero en una época en la que los referentes femeninos escaseaban, no había un revulsivo mayor que ver a una chica haciendo, presumiblemente, lo que le daba la gana. Luego crecimos, y a las niñas de los 90 nos tocó asumir que a las mujeres rebeldes se las castiga por sistema. Por eso, si Britney recupera su vida lo hará por ella, por mí y por todas mis compañeras.

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