No se puede obviar que se habla mucho de la soledad en estos tiempos. De la soledad y de sus mejunjes que, para aliñar ese ... guiso, nada mejor que fijarnos en la deriva de los humanos hacia etapas crecientes de 'esperanza de vida' que van superando todos los números pasados, y aquí y allá nos encontramos con personas que vivimos solas y, a cada una de ellas se nos supone que nos toca saber de qué manera servirnos para hacer frente a esa especie de incordio que suele ser para algunos y que, al mencionarlo se hace siempre presente, en la memoria, en mi caso al menos, como de otros tantísimos, retazos literarios como los de aquellos versos del Gran Lope que nos decía que «A mis soledades voy/ de mis soledades vengo/ porque para estar conmigo/ me bastan mis pensamientos».
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De la soledad y de sus triquiñuelas con los años, que se abren de esta manera grandes portones para mostrarnos cuando o a cuántos años de vida, se adquiere el calificativo de viejo sin que algo nos chirríe como protesta, que leía no más ayer diría, que había personas que se sentían viejas a los sesenta y pocos cuando es de todos sabido que, ésa, hoy por hoy, es edad tan juvenil que hasta pide el salto y la carrera, las músicas en caso de ser afín a ellas, y lo que se aparece como estantigua onírica de pesadilla es muy otra cosa: un algo como contagiado de calenturienta enfermedad, y diría yo –con la cartera de la experiencia de la próxima estación de los 95 bajo el brazo– que hay muy otras maneras de contemplar el cautiverio del pensamiento por la ergástula del cuerpo: alma y cuerpo en lucha mientras dure esta agonía del vivir pensando en los cerros de Polloe (que, en definitiva, tampoco es otra cosa que un otro decir más pues que, con la ceniza, se aventan muchos pensamientos por muy fúnebres que sean).
Volviendo a lo que ocurrir puédese en esas todas las tardes en las que la soledad reina única y poderosa, aparte de recordar viejas lecturas lo que me da buen resultado es algo como poner a estoquear memorias de tan queridos poemas que nunca se me despegan como gallos de pelea y en epicedios de temáticas tan lejanas cuanto más cercanas: el uno para la vida privada y el otro para la conjunta; el uno para el sentimiento y el otro para el ser. 'Epicedios' he dejado escrito y no tengo intención alguna de desvestirlas de esa clámide, tan idónea para ambas, que si uno de ellos manifiesta que «Puedo escribir los versos más tristes esta noche...» y se nos adentra en los flecos de un amor multivalvo, es decir: convocar a «la noche estrellada y a su viento que gira en el cielo y canta»; reclama a abrazos, a besos, al amor perdido y al testimonio del descontento de su alma por ello y de búsquedas de su alma, de celos, de lo corto que es el amor y de cuán largo el olvido', etc, mientras que prefiere el otro arregazarse en otras ráfagas, con las de la juventud con las que parece que fuera más fácil revestirse en un primer ciclo al menos, suponer que fuere (y lo será para la mayoria) un divino tesoro que pensado y recitado no más, hay que añadirle de inmediato la púa mortal, ésa que nos ha quedado advertida de que «ya se va para no volver», que ahí, entre los dos grandes, graves y sorprendentes versos ya es que se ha quedado definitivamente señalada su meta, que otrosí es el verso de la soledad que se me asomó partiendo como un vuelo de insatisfechas ansias supongo desde los labios de una mujer, no me acuerdo a propósito de qué ocasión o circunstancia derivada de algún pasaje televisivo creo recordar en fechas recientes que, a mí, que viviendo en plena soledad como hace muy mucho que vivo, no obstante hay días, como éste en el que esto escribo, que me siento acosado por preguntas para las que no tengo respuestas. Mi memoria, que antaño me fuera tan caudalosa, mantiene aún, diría yo, algo como respingos de viejos tiempos bien sea como a manera de consolación de pérdidas me suelta algún que otro estampido de ser no durmiente nada ecléctico y se me aparecen algunos sujetos curiosos como el de aquel Pedro Cuyás (1915), que escribió un poema, 'Romance en A' (incurso en la última página de 'Las mil mejores poesías en Lengua castellana' de José Bergua), cautivado por «haberse muerto en tierras lejanas /y nunca poder llegar», que lo que me hace es recaer en los bucles mentales de esa soledad para los que recurre esa mi memoria de aquel tiempo que me regala aún oportunas citas salvadoras, sin permiso alguno como siempre ocurre en parecidas tesituras al terebrante verso de un otro poeta que nos decía que «Soledad sabe una copla/ que tiene su mismo nombre:/ Soledad./ Tres renglones nada más:/ tres arroyos de agua amarga,/ que van cantando a la mar», y llegaba a la situación de la arena dispuesta a asumir su papel de lecho.
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