Eria, la zapatera de la Parte Vieja que cambia filis y endereza tacones. Los Porres, tapiceros de Irun que restauran coches clásicos a coleccionistas de media Europa. El joven relojero de Burdeos que me mostró su taller de reparación, impecable, tal y como lo proyectó ... su abuelo y conservó su padre. El novelista que escribe a mano. La modista que cose vestidos a sus nietas con patrones de revistas Burda de los años 70. La pareja de jubilados que cultivan la comida de sus nietos. Un cincuentón que ha desmontado en el garaje el cilindro, el ventilador y el condensador de la Lambretta de su padre. La joven que revela sus fotos en el trastero de casa. Mi vecina, Pati, que lleva tres semanas enfrascada en un puzzle de 5.000 piezas que reproduce El Jardín de las Delicias.

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Supervivientes que plantean una batalla utópica contra la revolución digital. Vestigios de una época en la que creíamos, convencidos, que el destino estaba, literalmente, en nuestras manos. Manipular objetos con ayuda de ellas es la principal habilidad que nos separa del resto de animales. Con las manos pintamos, cosimos, hicimos fuego, construimos herramientas y, más adelante, aprendimos a escribir, investigar o programar. La historia del progreso es un pulso constante con la naturaleza para forzar que se adapte a los humanos pero cada avance digital acentúa nuestra torpeza manual. Ahí estamos, preparados para la inteligencia artificial pero carentes de inteligencia táctil, esa que conecta con nuestra esencia.

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