Casi mil trabajadores de embajadas estadounidenses padecen el llamado síndrome de La Habana. Detectado por primera vez en la capital cubana en 2016, se caracteriza por la brusca aparición de vértigo y dolor de cabeza sin motivo aparente y con una sensación de ser alcanzado ... por «algo» que llega desde una dirección concreta. Un tercio de ellos deja de trabajar. Algunos desarrollan más síntomas, como inestabilidad, ansiedad, zumbidos, insomnio y dificultad para pensar. Una reciente revisión de JAMA Neurology indica que los neurólogos no encontraron ninguna anomalía objetiva en los 86 pacientes estudiados con evaluaciones de las funciones cognitivas (memoria, lenguaje, orientación, toma de decisiones), resonancias magnéticas cerebrales y análisis de sangre y líquido cefalorraquídeo. Tan solo hallaron alteraciones en pruebas psicológicas de ansiedad y depresión. Para los autores, el síndrome no obedece a una afectación neurológica, sino que su base es de naturaleza psicosomática, tal vez una forma de estrés postraumático. Como cabía esperar, la ausencia de anomalías objetivas y el hecho de afectar a personal diplomático en un país hostil alienta teorías alternativas. La misma semana que JAMA publicaba los estudios, una investigación de varios medios de comunicación apuntaba que el síndrome era causado por ataques rusos. La CIA lo considera muy improbable, pero un general americano afirmaba que «desafortunadamente, no puedo dar los detalles, debido a que son informaciones clasificadas», pero «desde muy temprano empecé a centrarme en Moscú».

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El síndrome se circunscribió inicialmente al personal destacado en La Habana y más tarde se extendió al de embajadas estadounidenses en otros países, tanto autocráticos como democráticos. El patrón de propagación, la evolución clínica y la ausencia de alteraciones en el sistema nervioso no encaja con una causa infecciosa, tóxica o por agentes físicos (radiaciones, ondas sonoras). ¿Podría algo psicológico comportarse de un modo tan «contagioso»? La respuesta es afirmativa y conocida desde la Edad Media. La coreomanía o manía de bailar es el popular baile de san Vito, que luego se ha aplicado a personas con corea de origen infeccioso (corea de Sydenham) o genético (enfermedad de Huntington). Fue un fenómeno que aparecía en brotes, casi siempre coincidiendo con situaciones sociales desfavorables (peste, crisis económica). Los más conocidos ocurrieron en Centroeuropa entre los siglos XIV y XVII. En Italia se llamó tarantismo. Turbas de cientos o miles de personas bailaban sin freno al son de la música hasta derrumbarse agotadas. Muchos parecían entrar en trance y no recordaban nada al despertar. Algunos morían por un infarto cardiaco o un traumatismo. No hay consenso en cuanto a su causa; la teoría más aceptada es la psicógena, una forma de histeria colectiva y de contagio social y cultural. También se ha sugerido que los brotes podrían deberse a un envenenamiento por picadura de araña o por cornezuelo del centeno, un alcaloide presente en el centeno húmedo, que provoca alucinaciones y anomalías cardiovasculares. Sin embargo, los síntomas y su evolución no casan con los de la furia bailonga. En algunos lugares, los brotes se repetían cada año con motivo de festividades religiosas. La gente peregrinaba a esos sitios ataviados con vestimentas vistosas. A veces, los asistentes terminaban desnudos y practicando sexo. Recuerda a los ritos del vudú, Woodstock o Magaluf. La manía se puso de moda y desapareció tan abruptamente como llegó.

La incertidumbre y el temor podrían ser la razón de la difusión del síndrome de La Habana entre los afectados. No obstante, conviene recordar que dolencias consideradas psicosomáticas en sus inicios han acabado mostrando su rostro biológico de la mano del progreso del conocimiento. Destacan el síndrome de estrés postraumático, la fibromialgia, la fatiga crónica, el síndrome de la guerra del Golfo o el Covid persistente. Tarde o temprano, la ciencia acabará poniendo orden entre explicaciones esotéricas. Quedamos a la espera.

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