Lo común, esos suicidios a la postre de los asesinatos a personas tan familiarmente cercanas como a las propias esposas, puede crear una especie de ... fenómeno antonomásico. De haber una oración de arrepentimiento, tantas veces en tan breve tiempo, no resultaría ser ilativa en modo alguno. Se barajan los dos mazos de cartas con sus respectivos poderes antagónicos: sentido o insensatez de la vida como el gran magma del existir, alfa y omega de los contendientes; luces y sombras que cada uno los maneja a su manera; vida y suicidio para dejarlos nombrados y resulta que los dos prosiguen distanciados como dos púberes amantes que no saben nada de lo que, sobre el tapete, se está jugando.

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Entender o no un sentido de la vida se quisiera que nada tuviera que ver con la idea de la comisión de tantos suicidios de ese tipo como se dan, pero si así no fuera, el número de los suicidas sería como de aguas desbordadas por la riada inclemente, pues que, ¿cuántos son los que creen entender el sentido de la vida cuando es ahí donde reside el misterio, el secreto, ni fe ni esperanza y acaso solamente, el unto de la caridad, la tercera de las virtudes teologales de las que nos hablaba el ingenuo catequista Gaspar de Astete?

Hablando de lo que en estas líneas estoy hablando, transcribo ahora algunas reflexiones que escribí hace algún tiempo cuando leía en la prensa que el número de los suicidios había aumentado notablemente, lo que me llevaba a recordar algunas viejas lecturas sobre esta materia y donde comentaba que releyendo a Sylvia Plath en 'Antología' (Visor de Poesía, 2003) sentí la sensación de que el camino del éxito pasa por el suicidio, que acaso el germen le venía a la Plath, de lo lejano, de los viejos gérmenes populares de su ancestral pueblo, que se cita en su semblanza, su frase de que «mi padre germanoparlante procedía de cierto pueblo deprimente del corazón de Prusia», y no hay, en toda la frase, ni una palabra sobrante: 'padre germanoparlante', 'pueblo deprimente', 'corazón de Prusia', ingredientes para conformar el perfil de Sylvia, la exquisita, la enigmática, la apasionada y pugnaz poeta de Massachusetts, y que, en realidad, abrir este libro supone, no solamente encontrarse con una antología de poemas, sino también de citas, no sé‚ si llamarlas crepusculares, lúgubres, pesimistas, o, simplemente, idóneas; que cita, por un ejemplo, a Emily Dickinson: «La vida es una muerte que nos lleva tiempo»; a Cesare Pavese: «A nadie le falta una buena razón para matarse»; a Albert Camus: «Solo hay una libertad: pactar con la muerte, después de esto todo es posible»; a Daniel Stern: «Los suicidas eran los aristócratas de la muerte»; a un alumno de Charles Newman: «Los artistas observan su propia muerte, mientras que nosotros estamos muertos antes de darnos cuenta». Pero, acaso, lo que nos pone en el debido lugar, en las fronteras de las cavilaciones últimas, de los pensamientos escatológicos o ultratumbicos es lo que nos señala esta doble pregunta: «¿Por qué suicidarse? ¿Por qué no?», que es la eterna duda bifronte que, al parecer más asalta en estos trances a los suicidas, que por esta vez , al menos, la que mayor campo imaginativo me ofrece es lo concerniente a las recetas a emplear para este gran ritual del suicidio es en esa efigie literaria que Ramón (Gómez de la Serna, por supuesto), traza sobre Gerard de Nerval, el desgraciado poeta francés enamorado del amor, enloquecido delirante por su ideal del amor, tantas mujeres como estrellas en el cielo de su mente, manos que abrazan el aire, labios que besan fantasmas.

Su preparación suicida como una expedición a los extravíos, un fantástico ballet para abrazarse a la novia ideal, que puede ser o 'Aurelia' o 'Silvia' (nombres de sus entidades fantasmas que le sirvieron para aureolar sus títulos), un recorrido indehiscente a su locura que queda explícito hasta en el título para su última obra: 'Promenades et souvenirs', y lo que prodiga son paseos que son huidas de gentes, de amigos y compañeros, aquejado como está de una atroz misantropía y de una fiebre de generosidades incongruas, que dice Ramón que «lleva una cotorra a Mery y una langosta» a Yanin, y en otra ocasión tres perros: uno de aguas negro y otro de aguas blanco, etc, etc; sus ideas místicas se recrudecen: cree en el alma de los animales (que es ésa una inspección que ha de hacerse mirando de frente en los acuosos ojos de un perro que nos presentara la pátina de su misterio de honduras como lagos, que hay como una notación en el pentagrama de la inteligencia animal, do, re, mi, fa, sol, la, si, de esa su inteligencia escalonada), y se para en las tiendas de pájaros, mirando, sobre todo, fijamente a los loros, de los que, según él, procede el hombre.

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