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Boris Johnson, exministro de Asuntos Exteriores y favorito en la carrera hacia el liderazgo del Partido Conservador, comparecerá ante un juez para explicar por qué ... mintió durante la campaña del Brexit afirmando de forma reiterada que al Reino Unido su pertenencia a la Unión Europea le costaba 340 millones de euros a la semana. Una distorsión de la realidad que las propias autoridades británicas desmontaron poco después con cifras y detalles.
Si el excéntrico rubio llevase su desfachatez a las últimas consecuencias, le soltaría al juez lo que los consejeros del presidente Bush hijo respondían a los periodistas durante la guerra de Irak, cuando estos planteaban preguntas sobre la ética del poder, el gobierno de la razón o la responsabilidad histórica. «Vosotros aún creéis que las soluciones emergen del estudio juicioso de la realidad. No os habéis enterado de que el mundo ya no funciona así. Hoy, quien tiene el poder crea su propia realidad. Somos nosotros los hacedores de la historia».
Y es que el tiempo no ha hecho sino confirmar el principio que sentó hace un siglo el padre de la Psicología de las multitudes, Gustave Le Bon: «Las masas no tienen jamás sed de verdades. Ante las evidencias que les desagradan se apartan, prefiriendo divinizar al error si el error las seduce. Quien sabe ilusionarlas se convierte fácilmente en su amo; el que intenta desilusionarlas es siempre su víctima».
Con este principio, gente como Johnson, Trump, Salvini y compañía dicen lo que les viene en gana sabedores de que mucha gente les creerá y muy pocos lo verificarán. Es así como funciona la 'credulocracia', el imperio de la credulidad, en donde importan cada vez menos las verdades de hecho (sobre realidades establecidas), y cada vez más las convicciones (la seguridad sin garantías).
En democracia, una idea falsa pero clara y precisa tendrá siempre mayor audiencia que otra bien fundada pero compleja. Porque allí donde el saber experto se extravía desentrañando la influencia de multitud de factores, la falacia ofrece la ventaja de reducir la maraña de la realidad a un presupuesto único y sólido, satisfaciendo de paso el deseo primario de que no nos compliquen la vida más de la cuenta. Así es como 'la verdad' se está jibarizando ante nuestros ojos a una mera ilusión más o menos coherente.
«Nadie entiende el corazón humano si no reconoce cuán vasta es su capacidad para albergar ilusiones, aunque estas sean contrarias a sus intereses, o con cuánta frecuencia le gusta lo que a todas luces le resulta perjudicial» (Leopardi).
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