El salario mínimo (SMI) era un asunto marginal hasta hace no mucho, porque afectaba a poca gente. Nadie que tuviese un mínimo respeto por sí ... mismo pagaba esa miseria a sus empleados. Sin embargo, en algún momento se volvió aceptable. Si está en la ley, adelante, decidió alguien. Por eso hoy está en el centro del debate, porque es lo que reciben unos 2,4 millones de trabajadores, masa crítica suficiente para convertirse en un factor con potencial político. El miércoles, el BOE publicó el SMI para 2025, que se establece en 1.184 euros mensuales en 14 pagas. El Gobierno de Madrid presume de haberlo subido un 61% desde 2018, 6.273 euros más.

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Confebask se niega a debatir un SMI específico vasco porque «pone en riesgo la competitividad y la sostenibilidad» de sus empresas. Consideran, por tanto, que en Euskadi es correcto pagar a alguien 1.184 euros al mes. Esta semana, Adegi ha presentado un nuevo informe de coyuntura con el pack completo habitual de elevados costes salariales, absentismo y falta de personal cualificado, aderezado con avisos de ERTEs y un escenario de recesión en el mismo texto donde prevé un crecimiento entre un 1 y un 2%, la creación de entre 2.500 y 3.500 empleos netos y da cuenta de que nueve de cada diez empresas guipuzcoanas prevé mantener o aumentar su plantilla.

Al tiempo, se está desarrollando con más ruido del habitual el debate de la reforma fiscal. Con Bildu fuera de juego por el extraño error de Pello Otxandiano cuestionando las haciendas forales, los dos partidos que gobiernan las instituciones no se entienden. Es una fotografía preocupante, porque los impuestos son la clave de bóveda del sistema de justicia social.

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