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Crecemos con el miedo, anidado muy al fondo del pecho, a que cuando nos falte un ser querido, el mundo se detenga abruptamente, a que el aire deje de desplazarse y se impongan las tinieblas; sin embargo, el tiempo nos enseña algo más pavoroso aún: ... que nada se detiene ante la pérdida. El microondas sigue calentando las albóndigas, los telediarios siguen emitiéndose en directo, los recibos del banco llenan los buzones, los trenes siguen moviéndose y, algo más extraño aún, dentro de los trenes, cabizbajos y perplejos, nosotros también nos movemos. No hay mejor disolvente para las conjeturas de cualquier tipo que la realidad.
En términos generales, nada será nunca como imaginemos. Impresiona comprobar que el mundo continúa, indolente, con su curso, y que esa pavorosa indolencia es también nuestra única esperanza. «El éxito -escribió Ángel González- de todos los fracasos. La enloquecida fuerza del desaliento».
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