Seguro que los ucranianos pensarán, y con razón, que el infierno que ha hecho explotar el siniestro Putin en su país es el peor de ... todos ellos, pero verdad también que ha habido muchos y muy variados a lo largo de los tiempos. Aunque generalmente al hablar del infierno se suponga que será post-mortem, en el mundo actual, ni siquiera es preciso morir para vernos inmersos en ellos, como el otro día, que giré una visita por sus dermis y, al igual que Dino Buzzati en uno de los anexos del Metro de Milán, creí haber dado con su puerta introductoria y me pareció ver muchos y muy variados, imprevisibles e inescrutables, cercanos y lejanos, sórdidos y encenagados...

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Sin esfuerzo alguno nos es posible contemplar algunos horripilantes a nuestros pies, tal como corresponde, ya que etimológicamente infierno significa lo inferior, lo de abajo. Razias y víctimas degolladas, guerras genocidas, asesinatos de todo tipo, violaciones humillantes... toda una amplia manifestación de la perversión de la conciencia humana. Pero no es de estos infiernos de los que quisiera hablar. Ni tampoco de esa creación, aún más siniestra de los infiernos religiosos que pueden hacer desteñir la imagen del Dios bondadoso aunque haya ahora menos Savonarolas ardidos que truenen desde los púlpitos sus amenazas, entre otras cosas porque ya esas cátedras espirituales desaparecieron convertidas en meros adornos de templos, iglesias y catedrales y ya solamente están como recuerdos ad usum de viejos tiempos.

Hacia los infiernos que ahora trato de atalayar se percibe, aún, la sombra de la barca de Caronte. Estamos pues en el reino de la mitología, y en ese apartado que son los lugares de mayores atrocidades que la imaginación humana ha sido capaz de crear. Hay, sin duda, unas apasionantes historias de los infiernos que han sido concebidos, soñados y hasta vividos, por personajes como Homero, Virgilio, Dante, Pascal, Bossuet, Sade, Blake, Novalis, Goethe, Maturin, Flaubert, Barbey D'Aurevilly, Rimbaud, Huysmans, Mirbeau, Dostoievski, Strindberg, Barbusse, Bernanos, Sartre, Thomas Mann, Chalamov, Genet, Julien Green, etc, etc, nombres todos ellos, como se ve, de primera línea en la historia de la literatura universal.

Hay que convenir en que, religiones y tendencias filosóficas varias han inventado sus infiernos particulares y, en razón a estas invenciones, saber de infiernos ya forma parte del índice cultural de cada uno. Cada época ha creado los suyos propios así como cada místico o vidente, y de esta variabilidad han nacido las antinomias, los contrapuntos, los enfrentamientos entre una y otra manera de ver ese fenómeno infernal: Bossuet y Pascal, por ejemplo, coinciden en ver que el infierno está en nosotros mismos; sin embargo, mientras el Dios del primero condena, el del segundo, es todo compasión. Sade rehabilita un infierno un tanto desvanecido por los idearios del Siglo de las Luces y lo sitúa en una mescolanza entre víctimas y verdugos. Particularmente significativos resultan ser los infiernos o los demonios de William Blake, Goethe, Thomas Mann.

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De Dostoievski y de los escritores rusos tan volcados hacia las imágenes infernales, tantas veces reales, se podría ofrecer una vastísima muestra. Particularmente interesante se me presentó, allá en mi juventud, el 'Infierno' (así intitulado) de Henry Barbusse, con las sutilezas voyeurísticas existenciales de su protagonista. Paso, por demasiado conocidos acaso, los de Bernanos y Sartre, y me apetece detenerme, extrañamente atraído, una vez más, por el increíble retorcimiento de la idea y la praxis infernal en Genet así como en las sutilezas ontológicas de Julien Green.

Pero, se me ocurre pensar, igualmente, que este extenso muestrario queda sin embargo, incompleto, pues que, además de los aquí citados, nos encontramos con otros tan notables como los vividos, imaginados o sufridos por personajes como Baudelaire que deja explícito su sentir infernal en las letanías de Satán; por Kafka y sus avernos del absurdo; por Stevenson, Balzac y Max Beerbohm con sus famosos pactos diabólicos; por la variada muestra de los infiernos cotidianos de Dino Buzzati, ya citado; por Eliot y su infierno de las multitudes; por Beckett y sus diablos personales; por Valery y sus egolatrías luzbélicas; por Carducci y sus himnos satánicos; por Yeats y sus fríos páramos celestes; por Cernuda y su demonio o defraudado o hastiado; por figuraciones varias como las de Melville, Borges, Klossowsky, Hawthorne, etc. Sin olvidarnos, como nota humorística, de esa peculiar visión proyectada por la mente malabarística de Oscar Wilde, que concibe el infierno «como un lugar donde el cocinero es inglés».

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