La aprobación por el Senado de un fondo dotado con 25 millones de euros para compensar a las víctimas del amianto, un aislante altamente cancerígeno al que durante décadas estuvieron expuestos decenas de miles de trabajadores de la construcción y la industria, contribuirá a resolver, ... aunque sea con injustificable retraso, una deuda pendiente. La ley que lo regula nace una insólita unanimidad, que cobra un singular valor en medio de una extrema polarización política como la actual. Ya se dio en el Parlamento Vasco, del que surgió la solicitud al Gobierno central de una regulación para que todos los afectados vieran reconocidos sus derechos sin necesidad de litigar de forma individual contra empresas que en muchos casos ya han desaparecido o mutuas que intentan evitar el pago de indemnizaciones fijadas por la Seguridad Social. La activa movilización de asociaciones de damnificados y la contundencia de sus razones han obrado este hito en un proceso que ha consumido once largos años desde su impulso en la Cámara de Vitoria.

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Es obligado reparar moral y económicamente a los perjudicados por una tragedia de letales consecuencias cuyo origen el Estado no supo detectar a tiempo. Solo entre 1994 y 2008, el amianto –del que estudios científicos han probado su relación directa con la mesotelioma, un tumor muy agresivo que afecta a la pleura– causó 3.934 muertes en España, según datos oficiales. La cifra total de fallecidos es con toda seguridad muy superior, aunque se desconoce con exactitud por la inexistencia de registros y porque el prolongado periodo que tarda en manifestarse la enfermedad –entre 20 y 40 años– dificulta en numerosas ocasiones vincularla con esa sustancia, de una alta toxicidad desconocida por quienes la padecieron y para la que no recibieron protección alguna. Ese elevado tiempo de latencia permite asegurar que sus efectos aún perduran y que seguirá matando en un futuro próximo no solo a antiguos trabajadores, sino a las mujeres que lavaron y plancharon ropas impregnadas de esa microfibra.

Un reglamento establecerá ahora la cuantía de las compensaciones, que habrán de ser acordes a los perjucios sufridos. Algunas sentencias judiciales pueden servir de referencia. Por muy cuantiosa que sea, ninguna indemnización cubrirá el dolor por la muerte de un ser querido ni devolverá la salud perdida, pero la nueva ley servirá al menos para reconocer a las víctimas y rectificar una clamorosa injusticia.

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