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Discípulo de Renzo de Felice, Emilio Gentile tiene en su haber una serie de trabajos fundamentales para el conocimiento del fascismo y sus orígenes. Sin embargo, al acometer un balance historiográfico abierto a la actualidad en sus últimos libros, y sobre todo en '¿Quién es ... fascista?' (Alianza, 2019), el panorama se nubla y algunas de sus afirmaciones son muy discutibles. Para empezar, el retrato de Mussolini, fundador de los fascios de combate en 1919 como libertario y anticapitalista, empujado a la vía totalitaria por el escuadrismo, supone atender solo a la imagen que Mussolini vendió de sí mismo. Para Gentile, el fascismo clásico, bajo el liderazgo del Duce, se extendería de 1921 a 1945, sin continuidad más tarde. La hipótesis de un «fascismo eterno» de Umberto Eco carecería de base, lo mismo que los intentos de ver fascismo en corrientes políticas posteriores, tales como las encabezadas por Berlusconi y Salvini. Ninguno de ellos, escribe, «considera al pueblo un cuerpo viciado y corrupto, que debe ser curado a través de una férrea disciplina, para ser regenerado y adecuado al modelo humano imaginado por el dirigente populista».
Como copias, ciertamente no. Pero en ambos casos hay más que puntos comunes. Así Berlusconi forjó con éxito la imagen de un nuevo italiano degenerado en puro consumidor. Y resulta indudable que Berlusconi y Salvini son políticos autoritarios, dispuestos a usar la democracia como simple plataforma de poder personal. Aunque los medios han cambiado. La videocracia de Berlusconi suponía una modernización radical de la propaganda de masas de Mussolini. En un paso más, Salvini sigue sirviéndose de la videocracia, eliminando las representaciones televisivas adversas y potenciando la propia, desde una constante presencia pública. Además, ha creado una máquina robotizada para manipular científicamente en el plano técnico la comunicación política, conectando en todo momento sus posiciones aparentes con la opinión pública por él mismo forjada, elogiándole siempre y aplastando a todo adversario colectivo o individual. Por algo es llamada 'la Bestia': ciberescuadrismo.
Por lo mismo, una lectura atenta de las reiteradas invocaciones de Italia, tanto por Berlusconi como por el reconvertido Salvini -antes independentista padano- muestra que esa Italia positiva se reduce a quienes les siguen, y nunca equivale a los ciudadanos de la democracia italiana, que han de ser conducidos a modo de rebaño político, bien hacia el mundo de embobamiento televisivo del primero, bien hacia la movilización airada contra la oposición interior (y contra la Europa que supuestamente pretende dominar a Italia). Y, claro, contra los inmigrantes.
Abrieron la puerta de los posfascistas al interior del sistema democrático, como antes lo hiciera a su modo la Democracia Cristiana (DC), de acuerdo con la táctica de los dos hornos, explicada por Andreotti: si convenía, la DC compraba el pan en el horno socialista, y si no, en el de la extrema derecha. Los símbolos hablan de esa proximidad: el famoso videoclip electoral de Berlusconi en 2008 se cerraba con la fachada del emblemático EUR mussoliniano; más discreto, Salvini viste chaquetas de Casa Pound, el fascismo puro de hoy.
El criptofascismo tuvo plena acogida en ambos, así como la xenofobia, a partir de la denuncia de «los invasores» inmigrantes desde las televisiones dominadas por Berlusconi, hasta verse convertida en polo fundamental de la demagogia populista de Salvini. Como buen católico integrista, rosario en mano, pero «no tonto» frente a la inmigración, Salvini cultiva la imagen de plebeyo desafiante, un Gassmann de baja estofa, actualizando la agresividad y el exhibicionismo de Berlusconi, el más rico, el más corrupto de los italianos.
No hay, pues, un fascismo eterno, pero sí un legado autoritario y antidemocrático del fascismo que inspira a la derecha italiana a la hora de conservar el poder desde 1945 hasta hoy, salvando obstáculos como la crisis de la corrupción generalizada en 1992 (Tangentópolis) o la difícil sucesión de un desprestigiado Berlusconi. Siempre la función ha creado el órgano.
Con toda su mediocridad, Salvini respondió a esa exigencia. En caída libre Berlusconi, desgarrado el Partido Democrático tras su derrota electoral por la egolatría de su exlíder Renzi y en la confusión el Movimiento 5 Estrellas por su rápido declive, las victorias electorales de la Lega parecían justificar un asalto al poder que los sectores capitalistas reclamaban de inmediato. Salvini les ofrecía la flat tax y desgravaciones de todo tipo, presupuestos desde la «soberanía nacional», orden público, erosión de la democracia representativa desde el control de la comunicación ('la Bestia'), brutalidad disfrazada de energía contra la inmigración, de paso la gran baza para captar apoyo popular.
El cogobierno con M5E no servía ya. Había que subvertir el sistema desde dentro, obteniendo «plenos poderes», premisa de la Presidencia a alcanzar en 2022, tras una reforma de la Constitución. Para ello, Salvini exigía elecciones inmediatas, con triunfo asegurado. Solo un obstáculo: amenazaba a todos y todos se levantaron contra él. El premier Giuseppe Conte, una nulidad hasta ahora, se convirtió en su verdugo y en defensor de los valores constitucionales. Desde el G-7, con su no rotundo a la Lega, Conte bloqueó la pretensión de Di Maio y la dirección oculta del M5E (Casaleggio Jr.) de perdonar a Salvini mediante pago en poder, aplicando la teoría de los dos hornos a favor de su posición central. Solo quedaba la solución de alianza con el Partido Democrático, ingrata para Di Maio, partidario de volver a la tahona de Salvini. Pero Conte de nuevo relanzó, con éxito final, el PDem-M5E, cuyo mentor, Beppe Grillo, entretanto habla con Dios, quien le aconseja que cree una nueva Babel. Como si no estuviera creada. Por ahora, Salvini pierde. Como rabieta, ha convocado una marcha sobre Roma.
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