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Nunca fui patriotero. No me gusta siquiera su fonética, cargada de duras y rotundas consonantes. Pero, si de algún lugar me siento patriota, es de ... Europa. En ella –Alemania, Reino Unido e Italia– transcurrió lo más largo y fructífero de mi vida académica y, a diferencia de lo que a otros suele ocurrir, el trato con diversas culturas, en vez de a enquistarme en la de mi origen, me ayudó a hacer mías las que me encontré. Y descubrí que en lenguas distintas hablábamos el mismo lenguaje, que comunes eran nuestros referentes y que la conversación fluía sin necesidad de intérprete. Me sentí en el mismo mundo del que, al dejar el mío, creí haberme alejado. Las diferencias eran compatibles y las semejanzas se sobreponían para hacernos cercanos. La pertenencia a Europa, pensé, es una condición que desborda fronteras y posee la fuerza de crear comunidad.
No siempre fue así. Europa ha sido durante siglos territorio de guerras tan crueles y persistentes, que su duración en años ha llegado a darles nombre. La de los Cien o la de los Treinta. El intento de basar la unidad en la idea del Sacro Imperio Romano Germánico resultó interesado y precario, y acabó en fracaso con la ruptura, tras la Reforma, de la unidad cristiana en que pretendía apoyarse. Tan efímeros fueron los sucesivos tratados de paz como recurrentes las guerras que los olvidaban. Europa fue, desde que Zeus la raptara para llevarla a Creta sobre su lomo de toro, mera referencia geográfica. Los dos conflictos bélicos del siglo pasado, la Gran Guerra y la Segunda Mundial, fueron la gota que colmó el vaso de la paciencia y de la dignidad europeas. Y la negativa a repetirlas es lo que comenzó a hacer de Europa el espacio común que habitamos.
La Europa política que pretende transcender, por fin, la mera geografía y convertirse en comunidad de valores, derechos y objetivos nace, en efecto, del fracaso de tanto y tan obstinado enfrentamiento, así como de la voluntad de superarlo de una vez y para siempre. Schuman, Monet, Adenauer y De Gasperi pusieron la semilla. Y, aunque las generaciones que hoy vivimos nos hayamos habituado a ella, esta Europa no es sino la excepción de sí misma. Sorprendente remanso de paz en turbulenta historia de guerras. Conviene no olvidarlo. Porque, pese a ser ya octogenaria, todavía se mueve con los trastabillantes andares de un niño. Y más que nunca, acosada desde el exterior y dubitativa en su propio seno, todavía busca hoy puntos de apoyo sobre los que permanecer erguida.
Desde el exterior, la guerra que en su extrarradio ha causado la insaciable avidez del Kremlin y que la Casa Blanca quiere apaciguar con idéntica voracidad sacude una vez más los cimientos sobre los que esta nueva Europa pretende construirse y la obliga a repensarse a sí misma. La paz que creía tan perpetua como la que ansiara construir su más insigne pensador hoy se tambalea y exige, para mantenerse, cambios de actitud y comportamiento que, en sus largos años de placidez, había dado por superfluos. Palabras ya borradas de su vocabulario resuenan de nuevo con intimidante estruendo. Seguridad, defensa y rearme complementan –si no suplantan– las habituales de bienestar, progreso y respeto a la naturaleza y al medio ambiente. La incertidumbre se asienta allá donde se habían acomodado la despreocupación y la autocomplacencia.
A la vez, en el interior se abren grietas que amenazan con derrumbar el edificio. No es sólo que los tambores de guerra redoblen con diferente estrépito según dónde batan y el ardor guerrero se inflame o apague según se reduzca o alargue la distancia del peligro. Es también –o sobre todo– que las adhesiones al proyecto común se resquebrajan a medida en que los nuevos nacionalismos, tan rancios y reaccionarios como antaño, se hacen irreconciliables, no sólo con el ideal europeísta, sino incluso con el concepto mismo de europeidad en cuanto facticidad geográfica. A derecha e izquierda surgen movimientos que, rehenes de atavismos ideológicos o sentimentales, sólo se entienden ensimismados en un aislamiento que puede acabar dejando que colapse todo el edificio europeo, cuando aún se halla en construcción. No va a ser fácil enderezar el rumbo y poner proa a un futuro que sepulte de una vez por todas el belicoso pasado que nos ha mantenido tanto tiempo enfrentados.
Hecha esta elegíaca confesión europeísta, me callo. Añadiré mi afectuoso reconocimiento a este periódico tras muchos años de colaboración a través de estos artículos de opinión que acaba hoy. Gracias a cuantos me han leído. A quienes he molestado, perdón. Y, a todos, agur.
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