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Políticas de la homogeneidad
José María Ruiz Soroa
Sábado, 15 de febrero 2025, 01:00
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José María Ruiz Soroa
Sábado, 15 de febrero 2025, 01:00
Subraya el politólogo liberal Stephen Holmes que cuando se trata con temas relacionados con la igualdad, la diferencia, la universalidad o similares, es conveniente para ... un buen abordaje del asunto establecer con claridad el significado de las palabras que utilizamos. Y para ello, en ocasiones, es muy útil precisar cuál es el antónimo del concepto usado, es decir, el concepto contrario. Porque, como lo hace un negativo en fotografía, el antónimo nos revela el exacto contenido del concepto que usamos. Veámoslo aplicado a los asuntos suscitados por la diversidad que se da dentro de la Humanidad, sin olvidar (es importante para no perderse) que el único sujeto moral valioso es la persona individual.
Así, el contrario al principio político y jurídico de igualdad de las personas no es la diversidad o la diferencia, sino la desigualdad. La igualdad de derechos que proclama la ley no significa que todas son idénticas en sus características, sino que pese a sus diferentes condiciones deben ser tratadas por igual. Es una igualdad normativa, no una igualdad material, dice Ferrajoli. La igualdad en los derechos es, precisamente, la principal garantía de las diferencias reales entre individuos o grupos.
El antónimo de la universalidad de los derechos del ser humano no es la identidad sino que lo es el particularismo, que proclama que los derechos son distintos en función de las particulares situaciones contingentes de cada uno. Particularismo: cada persona o cada grupo humano sería titular de derechos diversos en función de su propia historia, su identidad o su cultura, y la pretensión de que existen unos derechos humanos universales no sería sino eso, una pretensión de unos occidentales racionalistas que solo encubre su afán imperialista. O de unos hombres que a duras penas ocultan su desprecio por el género. Pues no, al igual que hay males y necesidades humanas universales, hay también bienes universales (los derechos humanos), decía González Amuchastegui.
Por su parte, la diversidad no es el antónimo de la igualdad, sino de la homogeneidad. La diversidad es la condición propia de la Humanidad, que tiende a diversificarse y distinguirse sin cesar, a veces voluntariamente y a veces por imposición heterónoma o por mero azar de nacimiento. La diversidad en sí misma (el contenido de la diferencia) tiene un valor moral neutro (Garzón Valdés), lo que tiene un valor moral y jurídico positivo es el derecho de las personas a ser tratadas con igualdad sea cual sea su diferencia con los demás o con el grupo dominante. Igual que mi opinión puede ser valiosa o estúpida o banal (no tiene valor intrínseco por ser mi opinión) pero mi derecho a tenerla y exponerla es sagrado.
Pues bien, la universalidad se ha invocado para desconocer las diferencias de los otros, una trampa argumental frecuente (lo mío es lo natural, lo normal, lo universal). Pero eso no eran políticas de igualdad, sino de homogeneización. Aunque también sucede que la diversidad o diferencia son utilizadas hoy por personas o grupos minoritarios para conseguir situaciones de privilegio injusto sobre otros, normalmente invocando la historia como justificante. La igualdad entre ciudadanos exige corregir esas situaciones igual que se eliminaron las castas. Y en otras ocasiones, corregir situaciones heredadas de heterodominio entre diferencias exige un trato desigual transitorio hasta llegar a la auténtica pluralidad humana, que lo es al final aquella diversidad que se asienta en la libre opción personal.
Lo más curioso que sucede con el uso descuidado de los términos es que, a veces, se llega a reclamar lo contrario de lo que se dice. Véase por ejemplo el caso de las «políticas de la diversidad» cuando se aplican a los grupos humanos nacionales. En efecto, cuando se da por sentado el derecho del grupo a conservarse como tal grupo diferente dentro de un Estado o en otro marco, aparecen como naturales las medidas políticas de conservación cultural y de diferenciación ante los demás. Pero resulta que los integrantes del grupo (las personas reales) en muchos casos han abandonado esas características culturales a lo largo del tiempo, o nunca las han poseído, o no les gustan. Dejado a su libre evolución, el grupo tiende a mezclarse, contaminarse, a hacerse diferente y diverso también su interior, incluso a desaparecer como tal. Y entonces llega la política impuesta desde el gobierno de la mayoría, que impone por ley la conservación de las diferencias y para ello su generalización coercitiva a todas las personas. Lo que Habermas llamaba donosamente «conservación administrativa de la diversidad» y que cualquier observador imparcial llamaría 'políticas de la homogeneidad'.
Y creo que no son necesarios ejemplos, y menos por aquí, donde al privilegio lo denominan derecho histórico y a la uniformización cultural obligatoria la llaman noble esfuerzo por conservar la diversidad. ¿No?
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