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Occidente está cansado. Hemos creado un mundo de artefactos, dispositivos y sistemas que nos ahorran fatigas y hacen la vida más cómoda. A cambio, declina ... la capacidad de sacrificio y el valor del esfuerzo. Una pérdida preocupante ante los vertiginosos cambios que enfrentamos.
En los próximos años, millones de empleos desaparecerán por la automatización tecnológica. ¿En qué se ocuparán tantas personas sin sitio en el mercado laboral? ¿Cómo se evitará su mutación en zombis depresivos? ¿Qué clase de sociedad podrá surgir de la atonía de la voluntad? Son cuestiones de orden político y económico, pero también antropológico, que planean sobre un futuro no muy lejano.
En un escenario ideal, se nos presentará la oportunidad para el enriquecimiento de la sensibilidad, la expansión creativa y un cultivo más pleno de las relaciones humanas. Pero nuestro mundo no es ideal, ni estamos todos preparados para el 'dolce far niente'. Pues tan cierto es que el trabajo no garantiza la felicidad como que tampoco lo hace la ociosidad.
Se ha definido el esfuerzo como aquello que a tu yo de hoy no le apetece hacer, pero que tu yo de mañana agradecerá que hayas hecho. Y lo contrario, la indolencia, como la lacerante hipoteca que gravará a quien un día compruebe lo poco que ha hecho comparado con todo lo que pudo hacer. La civilización del mínimo esfuerzo nos tiende una trampa: a menor actividad, mayor desgana; a la larga, más frustración. Y no nos ceñimos solo a la actividad laboral, que es una parte y no necesariamente la más importante de la cultura del esfuerzo.
Porque mediante nuestros afanes colmamos ambiciones y alcanzamos objetivos (una posición social, proyectos y deseos, bienestar físico...), a la vez que favorecemos el despliegue de aptitudes y potencialidades incluso desconocidas: estamos hechos para el esfuerzo, es la superación lo que da relieve a nuestros días. Quien renuncia a todo quehacer se niega a sí mismo.
Hace muchos siglos, el sociólogo e historiador Ibn Jaldún formuló la teoría de que los imperios, como lo fue el árabe medieval, decaen cuando gobernantes y gobernados se sedentarizan y apoltronan. Intuyó que el confort, en su declinación extrema, convierte al ser humano en un juguete roto. Cosa paradójica, pues en su raíz latina 'confortare' significa 'lo que fortalece'.
«¿Qué hay que hacer para salvarse?», preguntaron a un sabio que vivía en el desierto. Y el anciano, que estaba trenzando unas cuerdas, sin levantar los ojos se limitó a decir: «Lo que estás viendo».
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