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Miras a tu alrededor, intentas comprender lo que está pasando y quisieras desaparecer: alzarte a una columna cual estilista y quedarte allí a vivir; o mudarte a una cabaña a orillas de un lago, como el humanista misántropo Thoreau; o desertar al yermo de los ... eremitas; o metamorfosearte en gárgola para escupir desde lo alto toda la bilis que te provoca el mundo. ¿Cuántos le pediríamos hoy que se detenga para apearnos?
También queda el recurso a los bosques, una forma de retiro ecológico antes de que acabemos por esquilmarlos e incendiarlos. Tal fue la opción de Cósimo Piovasco di Rondò, 'El barón rampante' del ahora centenario Italo Calvino. En el agitado tiempo anterior a la Revolución francesa, un día cualquiera a la hora del almuerzo el mocoso de 12 años abandona a su neurótica familia para encaramarse a un árbol del jardín de Ombrosa, dominio nobiliario en la Liguria italiana. La chiquillada merece por lo pronto el reproche de sus mayores; la prolongación por días de su terco subirse a la parra despierta burlas; a las semanas le conminan a cesar en su rebeldía; y a los meses todos se resignan a la evidencia de su locura. Pero ya nunca bajará sino que, corriendo los años, Cósimo funda entre la fronda un espacio de vida animado por el ideal de una República ilustrada de humanos, animales y plantas.
No hay altanería ni pretensión de asalto a los cielos sino que su extravagante actitud nace del convencimiento de que para ver y entender lo que sucede a ras de tierra hay que tomar perspectiva y mantenerse a la distancia justa y necesaria. En ese escorzo, el baroncito aprende que el hombre que separa su suerte de la de los demás (personas, naturaleza, tiempo histórico) renuncia a sí mismo. Por eso, según va haciéndose mayor, nuestro Tarzán con biblioteca arborescente fomenta nuevas relaciones para una vida mejor: la gremialización de los leñadores o de los curtidores de pieles, la protección comunitaria contra los incendios o frente a los lobos, se cartea con los 'philosophes' y hasta recibe la visita del mismísimo Napoleón. Por contra, el desamor de una muchachita de cota cero le sume en una melancolía sin consuelo.
Tal es la moraleja: solo desde cierto desapego se puede soportar la realidad que nos circunda, pero cuidándonos siempre de no perder el hilo. No vaya a ser que, como la cometa en manos del infante torpón, terminemos solitarios y aventados: será el fin poético del ya anciano barón rampante que durante más de medio siglo no puso un pie sobre la tierra.
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