Dueño de un gigantesco imperio editorial y productor de películas legendarias como 'La dolce vita' o 'La condesa descalza', del empresario italiano Angelo Rizzoli se cuenta que en su lecho mortal entró en estado de agitación nerviosa y diose en lamentos: «¿Morir? ¡Pero yo no ... puedo morir! ¡Soy el hombre más rico de Europa!». Otro caso, este reciente, es el de una famosa fallecida en avanzada edad sin haber testado, según sus deudos porque era tan supersticiosa que redactar sus últimas voluntades le parecía una forma de 'llamar a la muerte'.
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Nos engañamos a nosotros mismos haciéndonos los despistados o las olvidadizas en relación con ese mutis final que está en el guion de toda vida humana. La perpetuación de este engaño esencial apacigua nuestra existencia. «Sé que voy a morir, pero no me lo creo», reconocía el escritor católico Jacques Madaule. Es decir, teóricamente lo sé pero en el fondo no estoy convencido de ello. Si lo estuviera, todo mi horizonte vital ensombrecería y puede que hasta me impidiese vivir.
«Ha muerto, el pobre». La frase nos viene espontáneamente a la boca al conocer la noticia de un deceso, como si el difunto hubiera sido víctima de un infortunio que habría podido evitarse. Nos compadecemos igual que lo hacemos ante el hambre o la guerra. Desgraciadamente, la muerte no es un accidente ni un problema como otros, sino literalmente una meta, una cita a la que incluso los más informales y despistados llegan siempre con puntualidad. Dado que no podemos esquivar esa realidad, intentamos esquivar la idea. Todos somos burladores, como el del mito. «No habiendo podido curar la muerte, la miseria, la ignorancia, los hombres para sentirse felices se han concertado en no pensar en ello», anotó Blaise Pascal en su último trance.
Por todo esto, no hay experiencia humana más terrible que la certeza de cuál será nuestro último día. Como les ocurre a los condenados. El filósofo y musicólogo judío Vladimir Jankélévitch lo precisó bien: «El hombre no está hecho para conocer esta fecha, está hecho para la apertura. Su vida se halla limitada por la muerte, pero siempre está entreabierta por la esperanza de manera que nunca es necesario morir. Es esta esperanza la que se niega a los condenados a muerte. Esto es antinatural, inhumano. Es un momento monstruoso».
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Y así nos vienen al recuerdo los miles o millones de seres humanos atrapados en medio de conflictos y de odios cruzados que ahora mismo, no lejos de nosotros, viven condenados a ese 'momento monstruoso'.
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