El caso se archivó determinando que víctima y victimario fueron la misma persona. Pero quedaron preguntas sin responder e importantes elementos probatorios se esfumaron. «Estoy dispuesta a aceptar que mi marido se suicidó, pero necesito una prueba. Solo pido una prueba», reiteraba su viuda. Treinta ... años y la prueba sigue sin llegar. Magnicidio es una palabra demasiado grande para un hombre demasiado modesto, pero su muerte violenta en condiciones insuficientemente explicadas solo un mes después de abandonar el cargo de primer ministro hace plausible el calificativo. Una historia, en todo caso, triste y sórdida.

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A los de arriba les encanta hablar de la cultura del mérito, del valor de la constancia y el esfuerzo, pero cuando alguien venido de abajo se hace sitio entre la élite con la fuerza de su voluntad y de su talento, sin sumisiones ni codazos, lo miran por encima del hombro. Y si por añadidura el advenedizo pretende dar lecciones de moral, se convierte en enemigo a abatir.

En un paisaje político copado por una crema proveniente tanto de las llamadas Grandes Escuelas donde se forman y formatean los técnicos de la Administración gala como de la hidalguía empresarial, el obrero Pierre Bérégovoy, sin otro aval que un título de ajustador y un pasado de combate con la Resistencia al nazismo, hacía figura de pintoresco. A sus limitaciones académicas sumaba las culturales y sociales: de provincias, nunca frecuentó los cenáculos parisinos donde se codean los cachorros del poder cuyas maneras y códigos él ignoraba. A cambio, poseía enorme capacidad de trabajo y don de persuasión.

En el último intento por salvar su régimen gangrenado por la corrupción, Mitterrand, ya enfermo y desacreditado, dio las llaves de palacio a ese socialista fiel y de notoria honradez. Durante el año al frente del gobierno francés, Béré, como le apocopaban, declaró la guerra a las más altas tramas perimafiosas que después de un lustro al frente del ministerio de Economía y Finanzas conocía por sus nombres y por sus caras. Toda una tormenta político-mediática se le vino encima que pudo destruir su honor, su dignidad, su capital político... y su vida.

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Desde hace treinta años familiares y amigos esperan a que salgan a la luz los elementos, teóricamente incuestionables a tenor de lo que señalaba la instrucción, que ayuden a comprender por qué y cómo ese obrero socialista murió la tarde del 1 de mayo de 1993 en un paseo apartado de su ciudad. Un 1º de mayo, precisamente. Estremecedora metáfora.

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