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Tomamos nuestro titular de una exposición que puede verse hasta el mes de octubre en el Palacio Cibeles de Madrid dedicada a esa categoría estética sin equivalente en otras culturas ni traducible a otras lenguas (aunque se confunda con lo kitsch o lo camp). Sobre ... su origen, la teoría más solvente lo deriva de 'cursiva', un tipo de caligrafía inglesa afiligranada de moda a comienzos del XIX a cuyos mediocres imitadores se llamó 'cursivos' o 'cursis'.
La expresión 'querer y no poder' define esta forma de deseo impotente en su aspiración a la elegancia y el refinamiento, que tiene antecedentes en figuras como el petimetre, el currutaco o el lechuguino, y como principal heredero al hortera.
Matiz de la sensibilidad y no de la inteligencia, lo cursi se da en todos los estratos sociales con sus peculiaridades. Hay una cursilería aristocrática (la Duquesa de Alba creó un canon), una cursilería pequeñoburguesa (la de floripondios y pajaritólogos), una cursilería de la sociedad de consumo (la de los paraísos comprados a plazos y la publicidad sentimentaloide), y una cursilería capitalista que Rubert de Ventós cifraba en «el 'sillón de cuero' de los círculos catalanes o los clubs donostiarras» (sic). Y puede que buena parte del arte contemporáneo no sea sino una cursilería de la clase intelectual.
Como toda categoría estética, cualquier ejemplo peca de subjetivo. Pero hay un evidente quiero y no puedo en cosas tales como el cine de Garci, pedir la mano a tu novia «delante de toda España», presumir de apellido con un escudo heráldico comprado en Amazon, la letra de la Marcha Real escrita por Marta Sánchez, hablar de 'acariciar un sueño' cuando bastaría con un 'me apetece' o 'se me antoja'. Cursis son esos tatuajes baratos con motivos espiritualistas, lo fue Pemán cuando tituló 'Mis almuerzos con gente importante' sus charlas con Fraga, Raquel Meller y otras ranciedades, y también los plumáceos que se envanecen como «creadores de opinión»; en fin, cursilones de marca mayor quienes solo por gastar sombrero se consideran dandis.
Todos nos ponemos cursis alguna vez o incluso muchas veces, pero nadie tan osado como el poeta en su desafío. La poesía es arma cargada de futuro, decía Celaya, y quizá por eso el vate juega a la ruleta rusa con sus versos arriesgando que una bala, la de la cursilería, lo pueda difuntear. Hay que ser Federico para escribir la obra maestra sobre la cursilería española sin caer en cursiladas: 'Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores'.
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