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Les sucede a ciertas personas que tienden a infravalorarse hasta que un buen día descubren que por sus cualidades o aptitudes no están por debajo de muchos de sus semejantes. Pueden entonces sacudirse sus complejos constatando, a la manera del diplomático Talleyrand, que «cuando me ... observo, me desuelo, pero cuando me comparo, me consuelo».
Mucho más habitual es, sin embargo, toparse con gente que se sobrevalora. Numerosos estudios confirman que la excesiva confianza en uno mismo se cuenta entre los sesgos psicológicos más consistentes, potentes y extendidos: se denomina 'ilusión de superioridad'. Hace años, una investigación demostró que una abrumadora mayoría de los conductores suecos y estadounidenses están convencidos de que conducen mejor que la media (lo que implica una curiosa paradoja estadística, pues ¿cómo podría una mayoría estar por encima de la media?).
Pero en este dato parece darse otro contrasentido aún más profundo ya que, en términos evolutivos, sobrevalorar las propias capacidades no está claro que favorezca la supervivencia de los seres vivos. El gato aficionado a meterse en los agujeros más angostos y recónditos acaba entrampándose a sí mismo, el conductor que se cree campeón del volante termina pegándose la castaña, y quien se endeuda sobreestimando su solvencia dará con sus huesos en la cárcel. Siendo esto así, ¿cómo es que la evolución no eliminó de la selección natural hace ya mucho tiempo ese 'gen temerario'?
La respuesta es que la supervaloración de sí mismo, además de grandes peligros, entraña en ocasiones importantes ventajas para los humanos. Pensemos que muchos proyectos, realizaciones y desafíos nunca se acometerían sin ciertas dosis de audacia e incluso de autoengaño. ¿Quién no se ha lanzado a una aventura que estaba por encima de sus posibilidades que si ha salido bien nos ha supuesto un subidón de confianza y un crecimiento personal, aunque una amarga decepción y un sentimiento de fracaso si salió mal?
En el campo político abundan individuos con 'ilusión de superioridad' que en el mejor de los casos pueden mostrarse como líderes con sentido y sensibilidad al servicio de sus pueblos, y en el peor como charlatanes arrogantes que aspiran a cambiar el mundo destruyendo, motosierra en ristre, lo que tanto ha costado edificar.
Contra estos alertaba el séneca ampurdanés Josep Pla: «Creer, sin ironía, en el propio talento, puede hacer daño. Pero esto tiene una gravedad relativa. Es más grave, aún, el daño que puede hacer a los demás».
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