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Sobran motivos para definirlo como un evento 'paranormal'. Lo es por su programa: talleres de contacto con los difuntos y con los ángeles, charlas sobre rastreo de 'almas perdidas', lecturas del aura, concierto de sonoterapia... Lo es por sus protagonistas: videntes, mediums, parapsicólogos, numerólogos, astrólogos, ... chamanes, tarotistas y pseudoterapeutas de toda condición. Y como guarnición, un mercadillo de bicocas prodigiosas.
Pero sobre todo es paranormal, dicen los incrédulos, el hecho mismo de que desde hace casi treinta veranos, con puntualidad zodiacal, tenga lugar el salón del esoterismo en el 'marco incomparable' del Palacio Miramar. Prueba incuestionable de un éxito popular que se antoja impermeable al progreso de las ciencias y a sus esfuerzos divulgativos. Busquémosle una explicación.
Para muchos, la ciencia es un mundo austero, hermético, poco estimulante para el imaginario y a veces manipulado por el poder económico y político. En este contexto, las creencias esotéricas reconquistan su antiguo vigor por su capacidad para reencantar la realidad introduciendo en nuestras vidas un asomo de trascendencia que la ciencia no puede proporcionarnos.
Súmese a ello que los periodos de crisis, generadores de ansiedad social, son propicios a formas de pensamiento mágico cuyo alcance se asienta en un factor antropológico: somos animales creyentes en no menor medida que animales razonadores e inteligentes; tanto 'Homo Sapiens' como 'Homo Credens'. La creencia nace con la psique humana, mientras que el escepticismo constituye un fruto raro y reciente de la evolución. De aquí la paradoja de que tantos de los que presumen de hiperracionales críticos con la medicina abracen irracionalmente ciertas aberraciones 'terapéuticas'.
Y añadamos aún algo más: los rituales y el contacto con fetiches espiritualistas tienen una eficacia real que no deriva de sus cualidades objetivas sino de la convicción subjetiva en su poder. Esas prácticas tienen un impacto bien identificado sobre el estado cerebral del creyente que favorece la reducción de su nivel de estrés y, en consecuencia, un estado de mayor bienestar.
Uno de los padres de la mecánica cuántica, el físico danés Niels Borh, recibió la visita de varios amigos a quienes sorprendió que de la puerta de su casa colgara una herradura de la suerte. Le preguntaron si también él creía en esas estupideces, a lo que el Premio Nobel bromeó: «No creo en ellas, pero dicen que funcionan incluso si no crees». ¡Pues qué diremos si uno cree!
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