Desde el nacimiento mismo de la imprenta en el siglo XV arraigó el tópico de que las mujeres que leen son peligrosas 'hijas de Eva'. Contra este estigma se rebelaría sor Juana Inés de la Cruz, mexicana de origen guipuzcoano, pionera en la reivindicación del ... derecho de la mujer a forjarse una conciencia propia mediante las letras: «¿No tiene alma racional como los hombres? Pues, ¿por qué no gozará el privilegio de la ilustración de las letras con ellos?», se preguntaba hace más de trescientos años.
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Un tema recurrente en el arte sacro de finales de la Edad Media e inicios de la Moderna es el de la Virgen María de niña aprendiendo a leer con su madre. En buena lógica pensaríamos que por medio de este icono didáctico la Iglesia pretendía estimular a que las chicas se alfabetizaran y adquiriesen una formación. Sí, pero no. Se trataba, al parecer, de una manera de encauzar el adoctrinamiento asegurándose de que la educación de las pequeñas quedara en manos de sus madres como preceptoras y transmisoras de la más pura tradición y ortodoxia. Lectura sí, pero bajo control. Y sin variedad.
¿Y cuáles eran esas reducidas lecturas aptas para el consumo femenino? Fundamentalmente, las hagiografías o vidas de santos y santas, los libros de horas y otras obras pías; por supuesto, nada de literatura ni de filosofía profana no fuera que les asaltaran dudas perturbadoras; el género galante se consideraba pornografía moral. Pero hubo casos en que el resultado fue otro y algunas muchachas interpretaron al pie de la letra esas imágenes que las incitaban a leer y a formarse al margen del canon; en definitiva, a soltar su imaginación y pensamiento al vuelo.
Sabemos que la lectura nos madura y construye, hace seres críticos y conscientes, menos manejables socialmente. Pero, por decirlo todo, los libros también están para recordarnos lo tontos y arrogantes que somos, como advirtió Bradbury. Lo cual no deja de ser un conocimiento esencial.
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«Libro y libre tienen en latín la misma raíz. Lectura y libertad son pasiones que siempre acaban por encontrarse», asegura Manuel Vicent. De ahí que en los estados esclavistas al que se sorprendía aprendiendo a leer o escribir se le azotaba con látigo, y si reincidía se le cortaba la primera falange del índice, el dedo que humedecemos con la punta de la lengua antes de pasar página. No importa: incluso con un dedo menos, los que leen son más completos que los que no leen; palabra de Héctor Yánover, autor de unas magníficas 'Memorias de un librero'.
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