Una obviedad: las mujeres han trabajado y participado tanto como los hombres en el sustento familiar y en el desarrollo de sus comunidades. Esta evidencia empezó a desdibujarse a la creación de los primeros censos (a caballo entre los siglos XIX y XX), cuando se ... instituye la figura del 'cabeza de familia' y con ella una falsa jerarquización de las tareas que las excluye como socialmente improductivas: surge aquello de «mi mujer no trabaja». Pero es indiscutible que, además de como madres y esposas, ellas se han desempeñado en las más variadas labores, algunas usuales (en el campo, en el mercado o en actividades que prolongaban el quehacer doméstico como coser, lavar, planchar, cocinar...), y otras extravagantes desde la perspectiva actual. Pero todas enteramente dignas.
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Investigando en la vida laboral del pasado, encontramos a mujeres ganándose el sustento de maneras tan llamativas (y sufridas) como las pescadoras de sanguijuelas para su venta a los facultativos. En Gipuzkoa gozaban de buena fama para sangrías las sanguijuelas del Urumea, «apreciadas por sus cualidades superiores a las que se crían en otros puntos» según afirmaba el médico municipal de Hernani en 1851. Era un oficio peligroso: la mujer se sumergía en el río y esperaba a que las chuponas se adhirieran a sus piernas y muslos; si no salía del agua a tiempo, podía sufrir un desmayo por desangrado y ahogarse.
¿Y qué decir del oficio de despertadora? Antes de la invención de los relojes de alarma, los dormilones que entraban a trabajar muy temprano contrataban a una persona, generalmente una mujer de edad, para que a cambio de unas monedas les despertase puntualmente cada madrugada. Con un largo palo o disparando una piedrecilla a soplo de cerbatana, a la hora convenida golpeaba la ventana de su cliente (¡y a veces la rompía!); repetía la operación hasta que el madrugador se desperezaba. Otro trabajo para no salir de pobre.
Por último, una figura entrañable de nuestra infancia: las cesteras con sus puestecitos callejeros de venta de dulces y chucherías. Los fines de semana, en la esquina del cine Trueba colocaba su golosa mercancía la señora Juanita, siempre aseada y repeinada, resistiendo dignamente la lluvia, el frío o el calor para sacarse un parvo beneficio. Con la paga en el bolsillo, los niños nos acercábamos a por pipas, chicles o 'makil goxo' cuyos precios nos iba ella cantando según nos surtíamos del cesto.
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Oficios olvidados de mujeres humildes, tan honradas como escasamente apreciadas.
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