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Los venezolanos están de enhorabuena: para celebrar el pucherazo electoral que le mantendrá —de momento— en el poder, el cacique Maduro ha decretado que este año la Navidad se inicie el 1 de octubre. «Es septiembre y ya huele a Navidad», anunció aventando un aroma ... populista similar al que se respiraba en Vigo a comienzos de julio cuando, bajo un calor de chicharra, su alcalde inauguró con toda pompa y circunstancia mediática los trabajos de tendido de la iluminación navideña.
Hace tiempo que el arranque de las 'entrañables fiestas' ya no lo determina el adviento sino el capricho de alcaldes y caudillos, la Lotería Nacional y el 'Black Friday' yanki. Anticipación que es recibida con júbilo por los pueblos en general y por el comercio en particular confiado en que estimule el consumo, anime el cotarro callejero y desmelancolice el otoño. Esta ruptura con la tradición se ajusta a una sociedad acelerada e hiperfestiva donde la vida es eso que pasa entre vacaciones y fiestas, entre fines de semana y puentes, entre partidazo y cenorra.
En solo unas décadas se ha producido lo que el corrosivo Philippe Muray enunció como un giro antropológico: desde el 'Homo faber', pasando por el 'Homo ludens', hemos desembocado en el 'Homo festivus', último estadio de la evolución. Estimaba Muray que el medio mental donde habita el 'Homo festivus' es un 'parque de abstracciones' al que huye escapando de la realidad, esa pesada aguafiestas. Es muy posible que, inconscientemente, sigamos los pasos de la nobleza del Antiguo Régimen que, instalada en el entretenimiento, vivía sorda al martilleo de las fraguas en las que se templaban los filos que pronto segarían sus pescuezos. Pero, mientras tanto, que siga la fiesta...
El Premio Nobel Heinrich Böll nunca oyó hablar del 'Homo festivus' —falleció hace 40 años—, pero nos dejó un cuento genial que lo ilustra. Se titula 'No solo en Navidad'. Alemania, 1946: la tía Milla, consternada por lo vivido durante la guerra, se empeña en celebrar la Navidad como si nada hubiera ocurrido. Reúne a su familia para decorar el abeto, comer mazapanes y rosquillas, y cantar 'Noche de paz, noche de amor'. Acabadas las fiestas, viendo recoger árbol y espumillones hasta el año siguiente, la tía Milla entra en un frenesí histérico del que solo se la rescata repitiendo la Nochebuena. Desde ese día, todas las noches serán de paz y de amor... Al tiempo que los miembros de la familia, uno tras otro, se van sumiendo en la locura: víctimas de un exceso de 'felicidad'.
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