Solo determinados canales con vocación polideportiva y cosmopolita (que alguien calificaría de 'desarraigados') han permanecido al margen de la kermés autoexaltadora de las últimas semanas. Zapea el país o el paisito que quieras, de aquí o de las quimbambas, y te percatarás de que todo ... el mundo ha tenido los ojos puestos en los Juegos Olímpicos, cómo no, pero generalmente ciegos —o al menos estrábicos— allí donde no tremolara la banderita propia.

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Rara vez es el deporte en abstracto el protagonista, como tanto se proclama, y sí lo son más comúnmente 'los nuestros' concretos, las y los que nos representan gentiliciamente cuyos 'sueños' de metal suscitan pasión y que cuando se encaraman al podio hinchan de orgullo a su paisanaje. Las olimpiadas tienen mucho de yincanas de verano de pueblo en fiestas, pero tirando la casa global por la ventana: ahí reside buena parte de su embrujo.

Entre los escasos elementos que aún amalgaman al declinante Estado-nación, uno de ellos es el culto al 'citius, altius, fortius... et patrioticus'. En nuestra contemporaneidad cansada y descreída, muy pocos están dispuestos a dejarse una uña en defensa de su tierra (el ejemplo de resistencia del pueblo ucranio es admirable excepción), pero sí bastantes más a sacrificarse durante cuatro años por una medalla o una plusmarca que se celebrará como heroica gesta nacional.

Esto explica que los nacionalismos no estatales rumien cómo hacer para incrustarse en el deporte de selecciones del que hasta ahora se hallan segregados. Cataluña, que ya organizó unas olimpiadas que para los chauvines autóctonos fueron, son y serán por siempre jamás «las mejores de la Historia», aunque solo sea por el consabido encendido del pebetero, puede que cualquier legislatura de estas abra un nuevo melón negociador con España pidiendo el reconocimiento de su 'olimpismo singular'. Con eso y con cantar en Eurovisión, Puigdemont tal vez descanse y, sobre todo, nos deje descansar (¿no fue Bertrand Russell quien sugirió conceder la independencia a los irlandeses «a ver si por fin son capaces de hablar de otra cosa»?).

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Como instrumento de nacionalización de las masas, hoy el deporte no tiene parangón. En coherencia con lo dicho, uno se atrevería a proponer al Comité Olímpico Internacional que modifique levemente el símbolo de los anillos para que, en fiel concordancia con el engolondrinamiento popular, sean cinco bonitos ombligos multicolores los que en adelante representen eso que se da en llamar 'el espíritu olímpico'.

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