Durante una charla en Amsterdam, corriente el año 1982, el ensayista franco-rumano Émile Cioran evocó sus comienzos como escritor y la influencia recibida de un personaje peculiar de origen vasco al que conoció callejeando por el Barrio Latino de París en los años cuarenta. ... Se llamaba Georges Lacombe.
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Lingüista bearnés formado en la Sorbona, Lacombe escribió cientos de artículos relacionados con el euskera que aprendió de joven con ayuda de su madre. Casi desde la constitución de Euskaltzaindia ocupó plaza de académico, y con solo 27 años Julio de Urquijo le confió la secretaría de la Revista Internacional de Estudios Vascos editada en Donostia y París. Pero la contribución más importante de Lacombe es el archivo que acopió sobre lengua, historia y cultura, hoy estimado como uno de los más importantes fondos, si no el que más, sobre vascología del siglo XIX y principios del XX. Hasta el próximo 1 de diciembre, en Torre Olaso de Bergara se presenta una exposición en torno a este monumental trabajo recopilatorio.
Cuando preparaba el libro que le consagraría como escritor, Cioran trabó amistad con aquel caballero algo extravagante y sensual, libérrimo e incisivo, además de manco desde la I Guerra Mundial en la que sirvió como 'poilu'. Lacombe era un maniático de la gramática y la dicción, al punto que en los cursos a los que asistía en la universidad cada vez que un profesor atentaba mínimamente contra la pureza de la lengua alzaba su voz en airada protesta.
Manifestaba una sensibilidad no menor hacia el sexo femenino. «Su diversión era hablar con las prostitutas. Y lo que me divertía enormemente —recordaba Cioran— era que les corregía las faltas de francés que cometían». Poseía una extraordinaria biblioteca sobre temas eróticos y aderezaba su animada conversación con insólitas anécdotas sicalípticas, verdulerías que el agnóstico, liberal y muy cachondo Georges Lacombe se guardaría en su contacto con el medio cultural vasco entonces dominado por curas e integristas.
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Pero la nuez del asunto está en que el hoy célebre filósofo pesimista homenajeó a aquel amigo que le ayudó a tomar conciencia del acto de escribir, la búsqueda de la exactitud, 'la superstición de la perfección'; en cierta manera, la sacralidad de la escritura. Cioran se sentía deudor con Lacombe. Y eso que cuando fue a leerle su primer libro escrito en francés, 'Breviario de podredumbre', sentados en un café del Barrio Latino, a poco de empezar el vascólogo apoyó la cabeza sobre su único brazo y se durmió.
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