Terminaba el siglo cuando, en pleno centro financiero de San Sebastián, un exagente de seguros tan sobrado de ambición como carente de escrúpulos abrió un establecimiento especializado en «inversiones de alta rentabilidad». Acondicionó amplias oficinas con mucho aparato decorativo, contrató personal, la mayoría en calidad ... de simples figurantes (nunca vi secretarias con las uñas mejor mantenidas), y alzó el telón anunciándose a lo grande.
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Los comienzos no resultaron 'sencillos': los primeros depósitos que entraron se los fundió en pisazo, Mercedes, yate y la imprescindible mujer cañón, ropa de marca y Rolex. A quienes le preguntábamos si no iba demasiado rápido nos contestaba: «Son inversiones que atraen inversionistas». No le faltaba razón. Tanto oropel veteado con gestos de generosidad (invitaba a sus mejores clientes a restaurantes de lujo y a viajes) en guarnición de una rentabilidad trapalona, hizo que su nombre corriera por bocas. Desde pequeños ahorradores con el producto de toda una vida de trabajo hasta empresarios de abolengo, desde pensionistas hasta rufianes, mordieron el cebo.
Descubrí que si todos somos iguales ante Dios, también nos parecemos mucho ante la pasta. Apenas un freno de prudencia y un adarme de sangre fría separa la lógica ambición de la codicia desquiciada; sometidas a tensión las costuras de nuestro sentido común, cabe el riesgo de que aflore el gran idiota que todos llevamos dentro. Puedo dar testimonio de cómo, cuando se encendieron señales de alerta ante la irrealidad de aquellos rentables fondos, de hecho agujeros sin fondo, y sobre lo fantasmático del coruscante negocio financiero, montaje estafador de un desaprensivo, algunos inversionistas las despreciaron como bulos que hacían correr los envidiosos. Literal. La cosa acabó como tenía, claro, y la respuesta final de los embaucados tampoco fue muy original: apostrofaron contra papá Estado por no haberles defendido de su propia credulidad.
Dice el tópico que el vil metal no tiene patria, ideología ni religión, pero lo más peligroso es que, encima, se comporta como ciego, sordo y mudo, a la manera de los tres monos sabios que se tapan los ojos, las orejas y la boca. El mundo global en que vivimos está gobernado por ese espíritu macaco. Y así pasan estas cosas. Una relación comúnmente estupidizante (y perdonarán la franqueza) que hace que, por mucho que la humanidad evolucione social y científicamente, siga funcionando el viejo timo de prometer duros a pela. Increíble pero cierto.
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