Todos somos ciudadanos de algún lugar. O casi todos. Cada vez que nos lo exigen sacamos el DNI, el pasaporte, el certificado de nacimiento o el número de filiación a la seguridad social. De ese modo probamos nuestra identidad administrativa. Cuesta imaginar cómo sería la ... vida sin ella: no podríamos alquilar ni comprar una vivienda, ni trabajar legalmente, apenas podríamos desplazarnos ni abrir una cuenta bancaria. Hay demasiadas cosas irrealizables para quien no dispone de la debida acreditación legal.

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La inscripción del nacimiento y la concesión de nacionalidad son fundamentales para que desde la infancia podamos ejercer nuestros derechos básicos y construir la vida de manera normalizada. Por esta razón, la Convención sobre los Derechos del Niño dictamina que inmediatamente después de nacer toda persona ha de ser inscrita y tiene derecho a un nombre, a adquirir una nacionalidad y, en la medida de lo posible, a conocer a sus padres y a ser cuidado por ellos.

Una reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo ha condenado al Estado español a indemnizar a un ciudadano al que se negó el certificado de nacimiento y el DNI, y como consecuencia durante varios años permaneció en un limbo legal similar a la apatridia. Nacido en México en 1985, el Registro Civil Central le exigía el acta de nacimiento, pero se daba la circunstancia de que el archivo del consulado español quedó destruido por el terremoto de 1986. Sin embargo, el propio consulado había certificado explícitamente su filiación al concederles pasaporte común a madre e hijo para su repatriación aquel mismo año. Solo en 2006, con 21 años de edad, obtuvo el documento de identidad español.

En su resolución, el TEDH señala a las autoridades españolas como negligentes en su obligación de velar por el derecho al respeto de la vida privada del demandante y por su identidad conforme a lo que indica la Convención Europea de los Derechos Humanos, a sabiendas de la inexistencia por causa justificada de la documentación requerida.

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Todos poseemos una identidad subjetiva conformada por nuestro cuerpo, memoria, creencias, etc., y una identidad social por la que se nos reconoce por nuestro nombre, actividades, entorno familiar... Entre una y otra, la identidad jurídica nos ancla como ciudadanos de una entidad política. Identidad burocrática que puede parecer secundaria, pero cuya ausencia genera situaciones a veces dramáticas, como las de los simpapeles, y a veces kafkianas como la descrita.

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