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Hasta ayer nos encontrábamos como los personajes de la novela de Juan Marsé: encerrados con un solo juguete. Una vez dada la sorpresa del día siguiente, con la alianza entre Sánchez y Podemos, todo el problema parecía reducirse al precio puesto por ERC para apoyar ... mediante la abstención al Gobierno progresista. Parecían avalarlo las declaraciones del propio Junqueras y su voluntad de distanciarse de Torra y Puigdemont.
Ante la previsión optimista, fueron pasadas por alto las reservas ante unas negociaciones donde el Gobierno aceptaba la presencia en la «mesa de diálogo» de un partido firmante de la declaración de independencia del 27-0. Seguía además en pie el desajuste entre el constitucionalismo obligado del Gobierno y la intransigencia de Esquerra. Al final en la nota de los seis renglones fue acordado «el respeto institucional», esto es, la bilateralidad, el lenguaje de Torra. A partir de ahí, el precio se fue elevando, con la exigencia catalanista de duplicar la negociación, con la dimensión política por un lado y la penal como complemento inevitable.
Esto significaba ni más ni menos que imponer al Gobierno una presión abierta y pública sobre el funcionamiento del poder judicial, con el fin de alcanzar la exculpación total de los condenados en el procés. No importaba el descrédito consiguiente. Además, como subrayó y subraya el aliado leal, Pablo Iglesias, lo que importa por encima de todo es superar «la judicialización» del conflicto, en nombre de un diálogo entendido como suma de concesiones políticas por parte del Ejecutivo. Todo ello como si del lado independentista se renunciara a la «judicialización» que practica de modo permanente, y por lo que se ve con excelentes resultados. Son dos pesos y dos medidas, que van desequilibrando la situación cada vez más a favor del independentismo.
Desde el principio, se produjo una asimetría que sigue siendo asumida por todo el mundo como natural, cuando en realidad sitúa a las opciones políticas del Gobierno en una clara inferioridad. ERC pertenece al frente independentista, de un modo que no deja de ofrecer tensiones, pero con el mismo objetivo claro de Torra y la CUP. En cambio, el Gobierno y el PSOE entran en las posibles tratativas desde un total vacío, esgrimiendo únicamente la proclama de que gracias al apoyo de ERC, logrado mediante el «diálogo», el progresismo gobernará en España y «el conflicto» de Cataluña se encaminará hacia su solución. Cómo es un misterio. Curiosamente el PSOE guarda cuidadosamente en su archivo un proyecto federalista, aprobado hace tiempo en Granada, a partir del cual pudieran sentarse las bases de una salida reformadora. Pero todo indica que tienen miedo a hacer propuestas.
El Gobierno actúa como un equipo a la defensiva. De ahí las reiteradas declaraciones de que todo está a punto de resolverse con un acuerdo, rápidamente desmentidas por ERC. Parece injustificado ocuparse de buscar otra alternativa, con el grupito de Ciudadanos ocupando el lugar que ERC hace cada vez más costoso. Hasta el momento de dar el vuelco, como tras el 10-N, Sánchez nunca duda, y el estratega Redondo, en papel de jefe de ventas convertido en director de la empresa, tampoco.
¿Hacia dónde ir? Si se pretende la aquiescencia de ERC, solo cabría una supervivencia formal de la Constitución vigente, vaciada desde el interior a partir del renovado Estatut, con pacto fiscal, soberanía judicial, que incluyera el fin de toda dependencia del Tribunal Constitucional, convocatoria de referéndums y ruptura simbólica (el president no representaría al Estado en Cataluña; selecciones nacionales, claro). Una fórmula dual, ampliable a Euskadi, de Confederación transitoria.
Y en esto llegó la Justicia europea, con el aldabonazo de la inmunidad de Junqueras. De entrada advirtamos que el asunto no ofrecía soluciones de carácter unívoco, ni siquiera en el marco de la legislación española, lo cual explica esa consulta del Tribunal Supremo a Europa que avala inútilmente el rigor con que ha actuado la institución. También cabe pensar que carecía de sentido suponer que una vez elegido eurodiputado, Junqueras iba a imitar a Puigdemont en la huida; lo desmentía su solicitud de permiso. En fin, puestos a hacer de la necesidad virtud, y en plan masoquista, es lícito destacar el triunfo de una Justicia europea por encima de las nacionales, cualesquiera que sean el coste político de la sentencia y la entidad del rechazo a las inmediatas decisiones europeas sobre el caso.
Podemos celebrarlo, pero tal vez lo más adecuado sería con un banquete fúnebre para la imagen de España como Estado de Derecho. La sentencia no llega en el vacío, sino culminando una secuencia ininterrumpida de decisiones contrarias a las resoluciones previas de los altos tribunales españoles, que se iniciaron mucho antes del procés, con aquella absolución del Tribunal de Estrasburgo a quien calificó al Rey de «jefe de los torturadores»: sentencia impensable si el difamado hubiese sido el presidente de la República francesa. Luego han seguido la esperpéntica -no cabe otro calificativo- negativa del tribunal de Schleswig-Holstein a la entrega de Puigdemont, su permanente protección por la Justicia belga aun cuando desarrolle allí una constante propaganda de subversión contra otra democracia europea, e incluso la bronca a Borrell por su protesta sobre las euroórdenes.
Con independencia de lo ajustada o no a derecho de la sentencia sobre Junqueras, sería ciego ignorar ese desplome que registra el prestigio judicial de España, envuelto en las difamaciones permanentes del lobby catalán en Europa y favorecido por la nulidad informativa de los gobiernos de Madrid sobre el tema. El independentismo está justificadamente de fiesta, confiando en que a fin de cuentas, la Justicia europea anule lisa y llanamente el procés. Hay razones para esperarlo.
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