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Las esperpénticas idas y venidas del Gobierno sobre la suspensión o no de la mesa de «diálogo» con el independentismo catalán tras el peculiar adelanto electoral anunciado por Quim Torra prueban hasta qué punto el resultado del 10-N coloca a Pedro Sánchez y al ... PSOE en una posición de altísima inseguridad. Hasta poder pensar que en el tema catalán nuestro Gobierno ha perdido toda autonomía y se ha convertido en un simple instrumento a las órdenes de ERC.
Si volvemos el calendario al tiempo anterior a los últimos comicios generales, cabe apreciar cómo se han alterado las condiciones en que se desarrolla el juego político. La posición previa era claramente favorable al PSOE, aunque mucho menos de lo que creyó el presidente después de su victoria en abril: había ganado, pero para consumar ese triunfo tenía que contar con otros dos jugadores, Unidas Podemos y Ciudadanos; en principio una ventaja, hasta que ambos pusieron por delante su intransigencia con tal de imponer los propios intereses. En el caso de Cs, llegando hasta el punto de provocar su propia destrucción; en el de la formación morada, con la confianza de que el suicidio de Albert Rivera le permitía extremar las condiciones y aparecer como vencedor del envite. Aun perdiendo apoyo en unas nuevas elecciones, cosa que sucedió en noviembre, seguía siendo un socio indispensable, más aún con el apoyo de una permanente campaña de opinión que cargaba la responsabilidad de que no hubiera Gobierno de izquierdas sobre los hombros de Sánchez. De momento éste aguantó el tipo tanto frente a la presión de Pablo Iglesias como al asegurar una actitud de firmeza dentro de su opción ya declarada de diálogo en Cataluña.
La nueva distribución de fuerzas desmoronó el castillo de naipes y la política española entró en un primer laberinto. De entrada, el perdedor Iglesias capitalizaba su habitual juego de dejar que todo se hundiera si él no alcanzaba la hegemonía. Ello suponía ya que del monopolio socialista sustentado en una mayoría de Gobierno con UP se pasaba a una diarquía. Esto es, a dos gobiernos en uno, con las competencias de Estado en manos socialistas, pero prácticamente toda el área social adjudicada a Iglesias. Al conocer hasta qué punto resulta ingenuo pensar que la «lealtad» prometida por Iglesias no iba a convertirse en un juego propio, desarrollado por UP, con la ventaja de sus distintos niveles organizativos -Iglesias en Madrid, Colau en Cataluña-, Pedro Sánchez proclamó la doctrina de pluralismo en las voces, pero una sola palabra. Aún es pronto para estimar los resultados, si bien los indicios no son alentadores a no ser que en la ofensiva verbal contra los jueces Iglesias interpretase al malo de la película de acuerdo con Sánchez. Hay que tener en cuenta, además, que Podemos tiene una filial catalana y que allí las elecciones estaban y están cercanas, con lo cual Iglesias opta por situarse en el campo semántico del independentismo, por ejemplo al hablar de «presos políticos» o del indulto, sin que le afecte lo que eso representa para el coro dirigido en principio por Sánchez.
En otro campo, ahí está el decorado esperpéntico que acompañó a la doble visita venezolana a Madrid, con el presidente reconocido por la UE -con Sánchez al frente- marginado, mientras el ministro Ábalos va a hablar con la número dos de Maduro en el aeropuerto. ¿De qué? Sánchez aseguró que se había evitado un conflicto diplomático. Es decir, no explicó nada. Iglesias tiró su piedra sobre Guaido y no dijo más, satisfecho por cómo se ha resuelto el conflicto a favor de Maduro. Y sobre las pretensiones catalanas, Sánchez se ha limitado a repetir la fórmula de Iglesias -heredera de la que aquí surgió en la era Ibarretxe- de las soberanías compartidas. Da la sensación de que también en el crucial tema catalán Sánchez se ha quedado sin otro juego que el de seguir jugando porque sin la mesa de pre-autodeterminación todo se derrumba otra vez: Presupuestos, legislatura, Gobierno.
Y es que sobre el primer laberinto poselectoral la dinámica propia de la política catalana ha montado un segundo laberinto. En el primero, el papel determinante de ERC convertía al partido de Junqueras y de Rufián -el de las 155 monedas de plata el 27-0- en árbitro del juego constitucional. Para apoyar al Gobierno, dictó sus condiciones: formación inmediata de la mesa de «diálogo» y, verosimilmente, indulto que el Gobierno cree alcanzar mediante el truco de más condenas para la rebelión -algo inocuo- y menos para la sedición. (Llegado aquí debo aclarar mi posición: soy favorable a los indultos, pero desde una estricta fidelidad a la normativa vigente). En el fondo, la consulta para catalanes que sería preciso enmascarar «al amparo de la Constitución».
Todo parecía encauzado hasta que el segundo laberinto ha incrementado dramáticamente la debilidad del Gobierno. No debió suceder así y por eso Pedro Sánchez creyó oportuno aplazar la entrada en funcionamiento de la mesa de «diálogo» a las elecciones catalanas anunciadas por Torra. Tenía poco sentido negociar con éste, que no sería luego president y aprovecharía además la reunión para plantear el órdago -autodeterminación y amnistía- como arranque de la campaña electoral. Sánchez ignoró que tenía que consultar el paso con ERC, de quien depende su propia existencia y que, en el juego catalán, Esquerra quiere imponerse a Torra, pero no puede entregarle el arca sagrada del objetivo independentista sin que ello le cueste perder su actual ventaja. Unos están atados a otros y Sánchez ha descubierto por fin que el más atado es él, lo cual significa que el Gobierno constitucional está en manos de un partido que sin tapujo alguno aspira a quebrar la unidad territorial del Estado. No es un buen presagio.
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